No tengo ganas de vivir

Por: Heraclio Castillo

Pertenezco a una generación rara. Como de transición. Somos como el hermano del medio que nadie pela, pero a la hora de los vergazos de todo somos culpables sin tener vela en el entierro.

A la generación de nuestros padres le tocó tiempos muy diferentes, lo mismo que a nuestros hermanos menores. Y ahí andamos en medio de una batalla intergeneracional donde unos defienden el modelo de vida que les tocó vivir y otros un modelo de vida al que se debería aspirar. ¿Quién tiene la razón? Ninguno.

Voy a poner un ejemplo para darme a entender en mis razonamientos vagos: las afores. El sistema de ahorro para el retiro fue creado en la generación de nuestros padres, pensando en una forma de generar un fondo para que, llegados a cierta edad, pudieran gozar de una jubilación digna y no tener que trabajar toda la vida como la generación de sus padres.

El problema fue que ese fondo de pensiones debía nutrirse con los recursos derivados del trabajo de nuestra generación, aunque nosotros no gozaremos ya de tal fondo de ahorros para el retiro debido a que las generaciones que nos precedieron fueron tan corruptas que hicieron lo que se les vino en gana con nuestro dinero.

Es un problema que ya no preocupa a las generaciones que nos siguen, más interesadas por el momento, el “aquí y ahora”, con una idea de trabajo muy diferente a la de nuestras generaciones. Ellos hacen dinero de manera virtual, se adaptan, crean, exploran su potencial y aprovechan sus habilidades, aunque no tengan un papelito que constate que han estudiado cinco años de una licenciatura, dos de maestría y cuatro de doctorado (ni siquiera los doctorados de Samuel García, vaya).

Para ellos, papelito no dice nada. Importa lo que vales tú, la persona como marca, una idea muy diferente a la meritocracia y la cultura del esfuerzo que nos inculcaron desde la generación de nuestros padres, y así crecimos, cuestionándonos si en verdad a eso debíamos aspirar, a un trabajo con sueldo seguro, con horario de trabajo de 8 horas como lo marca la ley, con las prestaciones que se indican en la Ley Federal del Trabajo, con metas como tener casa propia (aunque sea de interés social) a tus 28 años, un carro, una pareja, casarte, tener hijos…

Vaya, modelos aspiracionales de vida que con frecuencia tampoco nos han satisfecho como generación. Y ahí andamos en marchas, en protestas, peleando en redes (las que logramos dominar y que hoy resultan “tradicionales”, como el Facebook, el Twitter o el Instagram), curtiéndonos con los tropiezos y el bullying de la vida sin llorar como las nuevas generaciones, con deudas a veces impagables porque nunca aprendimos de cultura financiera, lidiando con los impuestos y las auditorías…

El modelo de vida que nos pintaron a nuestra generación, al menos en mi caso no me satisface ni me inspira a querer vivir. ¿Pero qué quería yo realmente? ¿En el fondo, qué quiero? Aspiro a ser útil, sin llegar a ser una máquina. Aspiro a aportar algo al mundo desde lo que sé hacer y con las habilidades que tengo, no porque deba cumplir una meta empresarial o una cuota financiera para el mercado, sino que por fin se escuche la voz de mi generación que aprendió a callar y adaptarse a la transición intergeneracional.

Esto no es la vida que soñamos. Pero nos siguen viendo como el emo de la clase, el rarito que no se integra al grupo, el adulto al que todavía le dicen cómo debe vivir su vida. Así las cosas.