Con la emergencia sanitaria por el COVID-19 asistimos como generación a un hito de la historia contemporánea que, de manera ansiosa y expectante, ha trastocado mundialmente las esferas de los estados nacionales en los ámbitos económicos, político, sociales y culturales, así como en la inmediatez de la vida privada y su cotidiano transcurrir en el confinamiento alucinante de la ciudad.
Transcurrimos a diario entre miles de noticias, reportajes, crónicas, datos y más datos; digerimos poco el significado de los tiempos que corren, entendemos menos el momento en que los Estados “soberanos” decretan estados de excepción, cierran fronteras y capitalizan política y mediáticamente la salud de sus polis y la vida de sus ciudadanos.
Constantemente los expertos que inundan los medios de comunicación comparan el manejo de la pandemia en Europa, Asia y América, desvelan las diferencias entre los modelos económicos e ideológicos para marcar la distinción de un mismo problema, un mismo virus con diferentes enfoques y diferentes resultados.
Y es que los diferentes manejos han expuesto que Oriente con modelos verticales de poder, autoritarismo y mayor disciplina social, ha logrado mejores resultados que en Europa y América, donde converge peligrosamente el virus del racismo, la xenofobia, el nacionalismo y un capitalismo voraz que ha evidenciado que el mundo entero adolece de un sistema de salud y de protección social para hacer frente no solo al bicho, sino a todas las enfermedades que asolan a la humanidad.
Somos testigos del apocalíptico escenario en el que las variables como el grupo de edad se afirman sobre el derecho a la vida entre quienes merecen vivir y aquellos no dignos de proteger de la enfermedad y la muerte, no solo por los sesgos de edad y comorbilidades, sino que se asoman aquellas vidas que, para las democracias modernas, es prioritario preservar para la producción y en beneficio del capital y que ponderan en este contexto a la salud como una mercancía más.
Se asiste de igual forma a fértiles discusiones sobre la vigilancia digital y la vida privada, donde nuevamente Oriente destaca por el manejo que a través del big data le da a la pandemia, en tanto que se ataca por el frente de la epidemiología y la virología y como nunca antes a través del manejo informático altamente especializado para la recopilación de datos personales y biomédicos controlados por el Estado con el objetivo de salvar vidas.
Alcances impensables en los Estados liberales donde la esfera de la vida privada y la protección de datos personales, paradójicamente es impensable en el control y contención de la epidemia; amén de que las eternas comparaciones entre Oriente y Occidente reduzcan las actuales discusiones a la lógica de los resultados entre ambos modelos en una biopolítica digital y sanitaria global que ya comenzó y que alcanzará a todes por igual.
En tiempos de fake news y post verdad, la realidad –antes indiferencia– en la que se sobrevivía ante todas las desigualdades, hoy el pequeño y letal COVID-19 cimbra todos los esquemas y quizás, solo quizás exacerba muchos otros como el individualismo y el confinamiento forzado mediante la abulia del entretenimiento y los excesos mediáticos ante un enemigo invisible que no genera lazos colectivos y comunitarios sólidos.
Pero siempre emergerán pequeñas revoluciones para repensar este tiempo que transcurre entre el Netflix, los cubrebocas, las mascarillas, el distanciamiento social, el desabasto y el ansia por el alcohol y la comida, las sesiones de Zoom, el aula virtual, las mañaneras, el protagonismo político, las actividades esenciales y el gel alcoholado que se escurre entre las agrietadas manos.