Por: Heraclio Castillo
No sé si a mis lectores les ha pasado, pero supongo que las generaciones que nacieron después de los 80 entenderán de lo que hablo. Con eso de que nos tocaron los últimos años del antiguo régimen priísta, los años de alternancia y ahora un nuevo cambio de régimen, lo mismo nos ha tocado vivir nuevas dinámicas en la cotidianidad, como en el empleo.
Sabemos muy bien que existe una Ley Federal del Trabajo, pero levantar la voz puede ser sinónimo de perder la chamba y permitimos la explotación laboral porque le sacamos a emprender, ya sea porque no nacimos en cuna de oro para replicar ese discurso de “el pobre es pobre porque quiere”, por el autosabotaje o porque simplemente estamos en una zona de confort a pesar de las reiteradas quejas.
Son cosas que a la mayoría de nuestros padres no les tocó vivir. Ellos vivieron el nacimiento y boom de los sindicatos (hoy en decadencia), la protección de los derechos laborales, las jornadas de 8 horas y salarios más estables, con mayor rendimiento (en gran parte, producto de la política económica de aquellos tiempos) que distan mucho de la realidad que enfrentamos las nuevas generaciones.
Hasta las aspiraciones han cambiado con el tiempo. Llegando a los 30, para nuestros padres eran grandes metas el tener una casa propia, quizá un vehículo, una familia, hijos, un trabajo, vacaciones pagadas, una vida ordenada y planificada, aspiraciones que hoy ya no se comparten o que difícilmente se pueden alcanzar.
Hay un sentimiento compartido entre las nuevas generaciones y es la satisfacción propia por encima de lo que se te exige socialmente: estudiar lo que satisface y no lo que reditúa económicamente, viajar, conocer, aprender, experimentar, equivocarse y volverlo a intentar, vivir con metas a corto plazo y no preocuparse por las metas a largo plazo (“you only live once”).
Y aunque existen las evidentes preocupaciones económicas (fundamentalmente) para sobrevivir e independizarse, prevalece la aspiración a sentirse satisfecho consigo mismo y no vivir en un entorno de frustración.
En medio de todo esto, pienso en las nuevas generaciones de políticos que también tienen sus propias aspiraciones, su idea y formas de hacer política que tal vez distan de aquellas prácticas que vivieron las generaciones que nos precedieron. Hasta los votantes han cambiado de generación y seguimos viendo en las boletas los mismos nombres por los que votaron nuestros padres, esos nombres que repiten discursos gastados, valiéndose quizá de nuevas tecnologías y aplicaciones para acercarse a las nuevas generaciones, pero sin entenderlas realmente.
Y sin embargo hay jóvenes que saben el sentir de las nuevas generaciones y desde dentro de la política aún deben enfrentar muchas barreras: la corta edad, la falta de experiencia, los prejuicios, la desigualdad, la inequidad entre los géneros, la experiencia de la maternidad y la paternidad, la falta de padrinazgos o de capital político (y económico) para abrirse camino en la vida pública del país y del estado.
No deberíamos esperar a que nuestros hijos voten por los nombres que desde hoy podrían estar en las boletas, porque los saltos generacionales de esas dimensiones pueden traer consecuencias muy graves. Ya lo hemos vivido: hay ideas de gobierno que corresponden con una generación, pero no la vigente, sino la precedente, porque en política muchos aún se aferran al pasado, a lo que fue y no pudo ser, sin pensar en lo que podría ser hoy. ¿De verdad hay gobiernos incluyentes y empáticos con las nuevas generaciones?