Por: Heraclio Castillo
Hasta los 13 años nos dimos cuenta de que necesitaba usar lentes. Y hablo de nosotros porque en mi familia paterna y materna la mayoría tiene problemas de visión, aunque atribuían mi decreciente desempeño en matemáticas debido a mi comportamiento rebelde (si supieran lo que uno hizo en su adolescencia, lo desheredan).
La verdad es que compartía el salón de clases con otros 55 compañeros y, más por gusto que por otra cosa, prefería sentarme en las butacas de atrás, hasta que el profesor se desesperó de verme intentar una y otra vez descifrar lo que decían sus ecuaciones en el pizarrón y me sentó al frente de todos, a un metro del pizarrón.
Cuando me llevaron al oftalmólogo ya tenía muy avanzada mi deficiencia visual. Me detectaron hipermetropía y cada año se ha ido agudizando. A diferencia del resto de mis familiares, he tenido que aprender a sobrevivir (si se le puede llamar de esa forma) desarrollando otras habilidades.
Ya perdí la cuenta de todas las veces que me estampé con los postes sobre las banquetas, con los árboles, con la señalética vial, con las puertas, con el marco de los accesos a los camiones, hasta con la pared. Y de tropezones o caídas ni hablamos. Por fortuna, nunca he tenido que acudir a urgencias por alguna fractura.
Cuando llueve es una tortura porque los lentes son un parabrisas magnificado (y hecho a la medida) y uno aprende a moverse mejor sin lentes que con ellos. Y ahora en tiempos de pandemia por el COVID-19 también nos enfrentamos a los lentes empañados con el vapor de nuestro cubrebocas. Ahora súmele el vapor del cubrebocas y que a uno lo agarre la lluvia a medio camino a casa y será un milagro si en el trayecto no tenemos un tropezón, mínimo.
A veces parece broma, pero una deficiencia visual también deteriora la calidad de vida. Uno puede estar menos tiempo frente al monitor de la computadora (imagine la repercusión en el desempeño laboral), cada vez se dificulta más la lectura, incluso uno teme cuando sale a la calle porque ya no sabe si mirar abajo para no tropezar, o mirar al frente para no chocar con algún poste o alguna persona, o mirar a los lados para que no lo atropellen al cruzar la calle.
Y dentro del hogar también cambia la dinámica. Llega el punto en el que los lentes son como una segunda piel y asusta cuando no los sentimos, pese a tenerlos puestos. Por eso uno va memorizando los detalles de su propia casa: aquí hay un escalón, aquí una maceta, una silla, el apagador de la luz, la distancia entre la cama y la pared, entre otros detalles que parecerían nimios, pero cuando ya casi no se distinguen las formas ni encuentras (por cualquier motivo) tus lentes, eso implica movilidad incluso en el espacio propio.
Cierto es que ya existen cirugías que en un dos por tres te resuelven el problema (o al menos lo minimizan), aunque a la larga te generen otro tipo de problemas. Personalmente llevo ya más de 20 años utilizando lentes y ya me acostumbré a ellos: su forma, su peso, la presión en la parte superior de las orejas, la manía de subirme los lentes con el dedo anular cada vez que necesito pensar y repensar una idea, hasta en las fotografías no me acostumbro a mi imagen sin lentes.
¿Será que una deficiencia visual nos hace ver la belleza de las cosas cotidianas con los demás sentidos?