Desmantelar las instituciones

Desde noviembre del 2017 el hoy presidente Andrés Manuel López Obrador planteó la descentralización de la mayoría de las dependencias del Gobierno Federal y secretarías de Estado para distribuirlas por todo el país y así generar mayor derrama económica en las entidades. En aquel entonces se estimó que tal empresa tardaría hasta 30 años en cumplirse al 100%, con un costo de hasta 127 mil millones de pesos.

De las 31 dependencias consideradas en la propuesta original, se ha tenido poco avance. Para el caso de Zacatecas, se tienen ya las oficinas centrales de Seguridad Alimentaria (SEGALMEX) y DICONSA, pero la realidad es muy distinta para otras dependencias más grandes que, seguramente por la contingencia, verán mayor retraso en los cambios de sede.

Mientras tanto, en estos dos años de gobierno se han creado otras instituciones y programas como el Instituto para Devolverle al Pueblo lo Robado o el Programa de Promoción y Desarrollo del Besibol (PROBEIS), entre otros que de pronto suenan muy rimbomantes o más como justificación para legitimar ocurrencias. Sus razones tendrá.

Lo cierto es que las instituciones con las que hoy funciona el Estado ya se encontraban ahí mucho antes de que él llegara a la Presidencia. Sin embargo, abanderando una lucha contra la corrupción, inició no digamos una cacería de brujas, porque las denuncias al respecto han sido más mediáticas que formales ante alguna fiscalía, pero sí una especie de criminalización a lo que se realizó en dichas instituciones en gobiernos anteriores.

Cada administración siempre inicia con recortes de personal para disponer de plazas para “su gente”. Así ha ocurrido en cada sexenio y este no iba a ser la excepción. Se entiende: cada gobierno tiene su equipo de confianza que entiende su proyecto de gobierno y facilitaría su implementación.

El problema es que las instituciones ya no están funcionando como deberían, ni de manera óptima, pues en la búsqueda de una austeridad republicana se han cortado recursos como en la Secretaría de Economía que hasta los trabajadores tendrían que poner su propio equipo para trabajar, o en la Secretaría de las Mujeres donde tuvieron importantes recortes que impactaron en sus programas.

En esta ruta, las dependencias parecen convertirse más en administradoras de la burocracia que en atender lo que necesita el país, pues con la desaparición de fondos, recortes de presupuestos y la centralización de los recursos para destinarse a lo que una sola persona considera prioritario para la nación, sin contrapesos, ya no se ve claro el rumbo y función de cada dependencia. Ni siquiera si siguen teniendo utilidad.

El México moderno, el contemporáneo, fue construido a partir de instituciones que surgieron con la Revolución Mexicana, esa donde participaron los héroes que hoy aclama la Cuarta Transformación. Desmantelarlas no es precisamente hacer justicia a las demandas de aquella revolución, pero tampoco hay una alternativa para los problemas del país más allá de los programas sociales como estrategia para abatir las brechas de desigualdad.

El problema es que se eliminan los derroches del gobierno sin erradicar de fondo los privilegios que fomentan la desigualdad, mientras las malas prácticas se perpetúan con otro nombre y otros fondos (ahora le llaman “aportaciones”). Y criminalizar al que tiene “porque tiene” tampoco es un aliciente para unificar al país; al contrario, contribuye a la polarización y el arraigo de prejuicios que, de una u otra forma, siguen romantizando la pobreza como “cultura del esfuerzo”.

Bajo esta dinámica, las dependencias de gobierno ya no atienden a su sentido original para el que fueron creadas (y que se encuentra plasmado en la legislación federal). Arrastran deficiencias que no han sido atendidas y en algunos casos se han agravado, mientras pierden su relativa autonomía para proponer y ejecutar lo que podría ser mejor para el país. Hoy más que nunca el destino de México está en una sola mano.