Tal parece que en estos tiempos todo lo que huela a extranjero (o al menos fuera de Latinoamérica) es sinónimo de “malo” y hay que detestarlo por atentar contra la soberanía nacional (o Latinoamericana, en su caso): mineras, cadenas comerciales, combustibles, industrias manufactureras, textiles y de alimentos y bebidas, farmacéuticas, franquicias, entre muchas otras.
Pero consumir únicamente lo que produzca el país tampoco resulta tan rentable si consideramos que hay mercancías que aquí no se producen, pero tienen un gran mercado (y hasta una dependencia del extranjero), y para muestra la vacuna contra el COVID-19, hoy desarrollada en el extranjero. ¿Ese nacionalismo aplicará también en la salud?
En nuestra vida cotidiana hay productos en cuya elaboración o fabricación intervienen manos de muchos países. Pongamos como ejemplo un par de pantalones: la tela como materia prima que se produce en fábricas de Oriente, importadas para su procesamiento en fábricas de México (como en Ciudad Juárez o Tijuana), luego enviadas a fábricas en Estados Unidos para otro proceso que incluye el etiquetado y la colocación de marca para después ser lanzados a un mercado internacional en el que también se inserta nuestro país.
La misma dinámica se puede observar en muchos otros productos, aunque hay factores sociodemográficos, geográficos, culturales e históricos que también inciden en los patrones de consumo. Hay quienes optan por un café proveniente de las selvas de Chiapas o Veracruz, mientras otros prefieren el café colombiano, guatemalteco, brasileño, el que venden en cadenas extranjeras como Starbucks o incluso las cápsulas tan “fifís” (y contaminantes) de Nescafé.
Y qué decir de los patrones de consumo en la alimentación. Las aspiraciones de los cuerpos heteronormados exigen dietas elaboradas para un consumo de productos de importación, desde las proteínas hasta el tipo de alimentos y los métodos de preparación, y por mucho que se quiera enaltecer la llamada “comida de rancho”, no es como que cada familia tenga su metate para moler el maíz y preparar su kilo de tortillas diario (que la verdad sea dicha, es un manjar), pero las tortillerías de la esquina tampoco es que tengan maíces originarios en la milpa, sino que ya adquieren el maíz genéticamente modificado o, en el peor de los casos, la mezcla de maíz ya molido.
Tan solo en las fiestas decembrinas, no falta el hogar donde el platillo principal es el bacalao en sus diversas preparaciones (aunque en mi familia se acostumbra “a la vizcaína”), aunque el bacalao por lo regular siga siendo un producto de importación que curiosamente no falta en la gastronomía mexicana.
Más allá de la comida, la dinámica entre la importación y exportación de productos se va diluyendo cuando nos trasladamos a otros espacios de la vida cotidiana. Los vehículos en los que nos movemos día a día podrán haber sido fabricados o ensamblados en México, pero muchas de sus partes provienen del extranjero. Recordemos que la “invención” de la rueda no fue precisamente de una sola raza, pero sí le sacaron más provecho en Europa, Asia y África antes de la Conquista de América e incluso la creación del primer automóvil fue en el extranjero, no en México, aunque bien que nos ha facilitado la vida.
Lo mismo pasa con la televisión a color: se atribuye al mexicano Guillermo González Camarena, pero no fue precisamente en México, sino en el extranjero que pudo hacer este invento. Que no aprovechemos el producto nacional por privilegiar los contenidos extranjeros ya es otra historia, donde incluso tiene que ver qué tanto se apoya al talento local (y qué tipo de talento local) para la diversificación y enriquecimiento de estos contenidos. No es lo mismo ver un filme de Guillermo del Toro que de la familia Derbez, pero ¿quién ha tenido más apoyo del gobierno?
En el fondo, para realmente consumir producto nacional se requiere un cambio de patrones de consumo, donde se involucra la dinámica en el apoyo a la producción nacional (muy difícil con este gobierno que parece no mirar el mapa completo del país y solo se centra en el sureste mexicano), el valor agregado a esa producción, el establecimiento de cadenas de comercialización y penetración de mercados a tal grado que en la tiendita de la esquina sea más fácil encontrar toda esa variedad de productos mexicanos y no abrumarnos con tanta etiqueta extranjera.
Y sin embargo, no le veo nada de malo chingarse una caguama de una cervecera belga instalada en Calera, en un vaso fabricado en China, con servilletas de una marca gringa elaboradas en fábricas del Estado de México.