Quien viaja y no visita el mercado local no termina de conocer un lugar. Se trata de espacios tan emblemáticos como la iglesia de un pueblo, la plaza pública o el edificio de un ayuntamiento, aunque solo en el mercado encontramos los elementos que caracterizan la vida cotidiana de quienes habitan en dicho lugar.
Me parece muy curioso cómo en la antigüedad los pueblos americanos, antes de la llamada Conquista, ya contaban con espacios públicos destinados a la exhibición, intercambio y venta de mercancías, tal como existían en el mundo occidental antiguo (Mesopotamia, Grecia, Roma, Egipto…), lugares a donde incluso llegaban artículos provenientes de otras tierras y eran considerados exóticos.
Aunque han variado con el tiempo, los mercados conservan su esencia. Actualmente podrían dividirse en tres tipos: los mercados tradicionales en plazas públicas, itinerantes, mejor conocidos como “tianguis” o “sobre ruedas”; los mercados establecidos en un inmueble específicamente destinado a la exhibición y venta de mercancías (principalmente alimentos); y los mercados de suvenires donde el turismo puede adquirir artículos tradicionales, de manufactura local (artesanías) o antigüedades.
En mi vida he visto muchos mercados, de muchos tipos, con toda la diversidad de productos que ofrece cada lugar, llenos de aromas, colores y sabores, en una rica experiencia que nubla los sentidos hasta caer en una especie de trance mientras se asimila la esencia de un pueblo a través de lo que produce la tierra.
Y aunque los mercados tienen todo para ofrecer (y uno puede encontrar de todo), hay cierta tendencia al abandono por la sustitución de estos espacios tradicionales por grandes cadenas de supermercados donde se exhibe la mercancía en grandes vitrinas refrigeradas, envasada en porciones, acumulando demasiados residuos plásticos que terminarán contaminando el aire, el subsuelo o nuestros mares.
Una dinámica se agrega a este fenómeno: en los mercados tradicionales ya casi solo asiste la población adulta mayor, mientras que las nuevas generaciones han cambiado la frescura de estos espacios por el sabor de los alimentos congelados.
Una pena si consideramos que no solo se pierde calidad en los productos; el abandono de los mercados es condenar al olvido las tradiciones que nos han dado identidad en nuestra vida cotidiana.
Incluso en mis días más grises, una visita al mercado me cambia las horas subsecuentes. El colorido, los aromas y sabores que se exhiben en grandes canastas y rejas de madera son un aliciente, una motivación para lo que sea que signifique la vida. Pero todo eso cobra mayor sentido cuando dichos alimentos se disponen en un segundo espacio: la cocina.
Alguna vez llegué a escuchar la expresión “el mundo, en dos cazuelas”. La preparación de los alimentos es una curiosa referencia a la creación: la materia se transforma en una cátedra de ciencia sin saber necesariamente de física, química, anatomía, matemáticas o biología.
La arquitectura en cierta forma es una analogía del cuerpo. Ciudades enteras han sido construidas a lo largo de la historia bajo ese modelo y una casa sigue patrones similares. Mientras la habitación principal representa la cabeza, la cocina se ha convertido en el corazón.
Hay cocinas de muchos tipos, desde los grandes espacios donde cocinar se vuelve todo un ritual de transformar los alimentos en enormes cazos, hasta espacios casi inexistentes limitados a un horno de microondas, cocinas integrales donde cada utensilio tiene su lugar para conservar el orden y las proporciones, hasta cocinas improvisadas donde el polvo y el cochambre han creado un nuevo ecosistema.
Y podemos tener los grandes recetarios, las habilidades para crear platillos que se disfrutan lentamente por la necesidad de prolongar la sensación placentera que nos provocan, independientemente de las herramientas para hacerlo, pero las condiciones de nuestra cocina curiosamente guardan relación con lo que ocurre dentro, en el recipiente del cuerpo, debajo de los nervios que lo cubren.
El afecto tiene muchas formas para ser compartido (demostrado) y una de ellas es a través del alimento, especialmente con los sabores más dulces. Hay una expresión muy frecuente en la que se afirma que “al hombre se le conquista por el estómago”, haciendo referencia a esta idea de que el alimento es otra manifestación del afecto.
En el fondo, cocinar es un ritual que involucra emociones y sentimientos e incluso hay ciertas doctrinas que indican que si no se está bien emocional y espiritualmente, mejor alejarse de la cocina.
Se cree que preparar los alimentos cuando estamos sumergidos en determinadas emociones puede influir en su transformación, para bien o para mal, y el receptor tendrá una experiencia o positiva o negativa con esos alimentos. ¿Cuando usted cocina, qué siente en el acto de cocinar?