La mente ingrávida o la locura del instante

La mente es un entramado complejo, difícil de desentrañar y, a la vez, algo frágil e inestable. En momentos de lucidez también hay lapsos en los que se pierde la estabilidad para caer en la incertidumbre. El camino se bifurca lentamente hasta llegar a un punto en el que una simple decisión de la vida cotidiana puede conducir al desastre. Pero ¿qué influye para que un aparente orden derive en un caos irreparable?

Hay quienes fuerzan el camino para dividirlo, multiplicarlo, alterar el orden, con la esperanza de hacer más interesante una vida monótona, sin variaciones. En otros casos la mente juega sucio, impide al individuo ser dueño de su voluntad y lo envuelve en un entramado abyecto, una red que contiene (detiene) el flujo del pensamiento para someterlo a un claustro que lo inmoviliza. Ese sentimiento puede derivar en numerosas manifestaciones: histeria, neurosis, locura, abyección… pero nada tan complejo como la angustia.

De la fragilidad de la mente como consecuencia de esa angustia podemos encontrar variados ejemplos, en especial en la literatura. Virginia Woolf depositó la angustia de sí misma en su obra literaria y dicha relación se evidencia en los numerosos diarios que escribió a lo largo de su vida.

Considerada como una de las pensadoras más influyentes de principios del siglo XX, esa angustia condujo a la escritora británica al suicidio una mañana de marzo, ahogándose en las aguas del río Ouse ante la posibilidad de caer en la locura.

Maniacodepresiva, quizás, pero no se puede pensar a Virginia Woolf alejada de su contexto. Vivir en una época de guerra debió ser difícil para una persona introvertida que sufrió abuso sexual de uno de sus hermanos cuando era apenas una niña, y más tarde de otro hermano ya en su adolescencia.

Con frecuencia habló y escribió sobre su abuso, pero vivió ante una educación de abuso sexual. Atormentada por la muerte, primero, de su madre y años más tarde, de su padre, Woolf creció en el seno familiar bajo la etiqueta de La Loca.

Durante los 46 años que duró su vida, Woolf padecería seis crisis nerviosas y ella misma haría referencia a estos episodios calificándolos de forma variada: locura, demencia, enfermedad, melancolía.

Su estado mental podía situarse en tales ocasiones en un punto cualquiera entre dos extremos: profundamente agitado, delirante, a veces violento y extraordinariamente deprimido, a veces negándose a tomar alimento y en ocasiones presa de impulsos suicidas.

Dichas experiencias supusieron para ella varios episodios de crisis, lo que derivó en una Virginia Woolf nerviosa, con el perfil de una persona anoréxica, sumida en la depresión como un estado cotidiano. Ni siquiera el apoyo de su marido, el férreo defensor del socialismo, Leonard Woolf, pudo estabilizar una mente que cargaba con tal peso.

Durante la mayor parte su vida la escritora británica sufrió “depresiones, alucinaciones y una desesperada y aterradora resistencia frente a la alimentación, a los médicos, al tratamiento y a Leonard, cosas todas que conspiraban contra ella y que culminaron en un intento de suicidio por sobredosis de medicamento”.

El mismo sentimiento es retratado en la novela de Michael Cunningham, Las horas, donde recrea a una Virginia Woolf nerviosa, sin voluntad propia, sometida a los designios del día que transcurre en la cotidianidad (pero también en el tedio).

No obstante, Woolf fue una escritora entregada a su profesión y oficio. Escribió con método, con disciplina, y, si bien los médicos le recomendaron el quehacer creativo como una terapia, no fue ésta la razón principal por la cual su obra es admirable.

A través de sus obras es posible advertir indicios de esos estados de inestabilidad emocional, depresivos, llenos de angustia. ¿Cómo se manifiestan?, ¿qué obtiene de ello el lector?

Probablemente Virginia Woolf sea más conocida por su novela La señora Dalloway, que representa ese estado de angustia ante un hecho cotidiano, la vida de una mujer burguesa que lo tiene todo, menos variedad.

El día descrito en la novela es el desarrollo de una crisis por el temor a no ser una buena anfitriona, aunque en el fondo se percibe la preocupación ante la posibilidad de la muerte. Quizás la técnica del flujo de conciencia pudo ser una herramienta para Virginia Woolf que le permitiera materializar esas “voces” que se apelmazaban en su mente.

Con frecuencia la inquietud que reflejan sus personajes ante un hecho cotidiano viene del interior, no por algo en concreto, sino el conflicto entre el pensamiento del protagonista y la circunstancia que le rodea, como en “El vestido nuevo”.

En su obra también abundan los ejemplos de personajes en su cotidianidad en busca de un conflicto para tener alguna novedad en sus vidas. El relato “La marca en la pared” retrata con claridad esa inquietud que no cede hasta tener otro referente que dé equilibrio a su punto de percepción.

Estos episodios de inestabilidad también vienen acompañados de un intento por racionalizar esa inquietud, como si con ello pudiera tener el dominio de la situación. Ejemplos claros se pueden encontrar en varios pasajes de sus obras donde describe ciertas “reuniones” en medio de un bombardeo al escenario.

En otros casos, Woolf aprovecha el relato del ataque bélico para reflexionar sobre la violencia como parte de la naturaleza humana, también como alteridad, pero algo que se puede erradicar.

Esta angustia vaciada en la mayor parte de sus obras de ficción y ensayos literarios desembocó en una de sus mejores obras, “Las olas”, cuyos personajes envuelven al lector con monólogos que lo llevan desde la neutralidad hasta un estado de crisis, en una pugna por desentrañar el misterio de la existencia.

El silencio que guarda entre sus barrotes la razón de la crisis también da pie a la catarsis que libera a la angustia de su celda. No obstante, esa liberación resulta explosiva, a tal grado que la estabilidad corre el riesgo de perderse.

Frente a la decadencia del ser, sumido en el agotamiento por la inestabilidad de toda una vida, Woolf también plantea esa necesidad de poner un orden a las cosas ya no para buscar la felicidad, sino para tener al menos un punto de apoyo para recibir la estocada.

En el caso de Virginia Woolf, su vida se desenvolvió de forma paralela a la vida de sus personajes. Había instantes con luz y otros más ensombrecidos. Esta ansiedad la mantuvo en movimiento, refugiada en la escritura, quizás para tener un poco de sosiego ante la angustia que la dominaba.

Cuando la más profunda de las depresiones empezó a atormentar a Woolf durante los últimos días de febrero y marzo de 1941, comenzó a pensar de nuevo en el pasado y en la familia que tanto le obsesionaban. Había empezado a oír voces, quizá de sus padres, muertos hacía tanto tiempo.

También tenía miedo de haber perdido su arte y de no ser capaz de escribir, privada del estímulo de la gente, pues se temía que quizás ya no podría conjurar la excitación que producía el fluir de las ideas. Escribir le brindaba un objetivo y una identidad. Si no escribía, no era nada.

Epílogo

Escribo estas líneas a propósito del cercano Día Internacional de la Mujer que se conmemorará este 8 de marzo. Como escritor, mi principal referente para la narrativa ha sido Virginia Woolf, una de las pioneras en experimentar con el género, ese que recién se estrenaba en el mundo de la literatura y que veía su nacimiento en una época de liberación femenina, una de las primeras y tantas luchas que han tenido que sortear las mujeres para abrirse camino.

Pero más allá de recomendar su narrativa de una prosa muy bien cuidada, sugiero en estas fechas remitirse a sus ensayos, principalmente “Tres Guineas” y “Una habitación propia”. Aún hoy, casi un siglo después, contienen postulados feministas que se mantienen vigentes.