En México hay alimentos que forman parte de la dieta diaria y por lo regular nunca faltan en los hogares. Es el caso del frijol, una leguminosa que tiene muchas bondades, que se puede preparar de múltiples formas, pero que al paso de los años se ha encarecido al consumidor final, no así el precio que se le paga a los productores.
Hagamos un breve recuento. Hacia febrero del 2000 el precio del kilo de frijol oscilaba en 7.90 pesos. Una década después, en febrero del 2010, el precio subió más del doble y alcanzó los 17.80 pesos el kilo. El año pasado, el mismo mes, el kilo ya estaba en 24.60 pesos y para febrero de este año llegó a 31.50 pesos el kilo.
Son cifras históricas documentadas por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL). Sin embargo, se trata del costo al consumidor final. ¿Qué referencia podemos tener del precio que se paga en promedio al productor?
Baste recordar la última visita del presidente Andrés Manuel López Obrador a Zacatecas, donde anunció que a través de Seguridad Alimentaria Mexicana (SEGALMEX) se ofrecerían precios de garantía en diversos productos, entre ellos el frijol, el cual sería pagado en 14.50 pesos el kilo. Es decir, ni siquiera el 50% del costo final al consumidor.
No es gratuito que México enfrente un abandono paulatino del campo y que esta actividad sobreviva gracias a personas que en promedio tienen entre 45 y 70 años de edad. Y aunque en administraciones pasadas se tenían diversos programas para que las nuevas generaciones arraigaran en sus lugares de origen y contribuyeran a la reactivación del campo, varias de estas estrategias han desaparecido.
Hará cosa de unos siete años, en mis locuras de reportero, me trepé a una camioneta de uno de tantos agentes técnicos que en aquel entonces trabajaban en coordinación con la Secretaría de Agricultura, Ganadería y Desarrollo Rural (SAGARPA), hoy Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural (SADER), y me aventuré a la sierra del Teúl, a una comunidad ubicada a más de cuatro horas de la Capital.
Ahí conocí a Doña Lola, en la comunidad de La Lobera, una mujer de más de 70 años que había sido pionera en implementar el Proyecto Estratégico de Seguridad Alimentaria (PESA), operado por la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO por sus siglas en inglés) y coordinado por la SAGARPA.
En una pequeña superficie de dos hectáreas decidió entrar a la estrategia, ante la renuencia de los hombres productores de aquella comunidad, quienes se resistían a cambiar sus viejas prácticas de cultivo, a pesar de que estas habían reducido su producción en más de 50% en la última década.
Doña Lola recibió asesoría técnica, hicieron estudios de suelo, determinaron que además de la acidez de la tierra (consecuencia de las prácticas agrícolas en aquella comunidad) también se enfrentaba al desgaste del suelo y tuvieron que implementar una serie de prácticas para recuperar la tierra.
Sería en el ciclo agrícola primavera-verano cuando inició todo el proceso y al final advirtieron que ese acompañamiento técnico se tradujo en duplicar la producción de maíz en la misma superficie que cultivaba en años anteriores, aunado a que en un segundo estudio de suelos se comprobó que comenzaba su recuperación.
Ante la sorpresa de otros habitantes de la comunidad, al siguiente año se aventuraron 35 productores para participar en la estrategia y al término de ese ciclo agrícola, comprobaron los resultados, incluso con excedentes que les permitieron como comunidad tener ingresos extra para reinvertir y mejorar sus condiciones de vida.
Al ser una comunidad alejada, en la mayoría de los hogares carecían de redes de agua potable o drenaje, así que con el apoyo del gobierno implementaron la cosecha de agua de lluvia y la captación en cisternas “capuchinas”, aunado a la cría de aves de traspatio y la siembra de frutales. Pero en todas las casas tenían hortensias como una práctica común para verificar el grado de acidez de los suelos: entre más blancas las flores, más alcalina la tierra.
Este es un ejemplo de buenas prácticas comunitarias que se fortalecieron con el apoyo del gobierno a fin de cumplir con el objetivo de alcanzar la seguridad alimentaria para las familias. Pero no es una constante en el país. Aún prevalecen cultivos de temporal como el frijol , que son de las leguminosas que requieren mayor consumo de agua y que generan una mayor erosión del suelo.
Cambiar estas prácticas parecería suficiente para evitar un daño medio ambiental, pero la gran demanda de este producto ha hecho que no solo se tenga que recurrir a la importación del grano, sino que se han invadido zonas forestales para dedicarlas a la siembra, generando un daño mayor al medio ambiente. ¿A costa de qué? De un elevado costo al consumidor final que no se traduce en ingresos suficientes para el productor.
Por eso hay que andarse con cuidado cuando en periodo electoral, los candidatos prometen rescatar al campo e impulsar la siembra de frijol, con precios de garantía, para beneficiar a las familias. Si su política pública en materia alimentaria no es sustentable, les venden una relativa solución a cambio de un problema.