Siempre me han gustado los días lluviosos del verano. Tal vez porque asocio las lluvias, el calorcito de los días que parecían eternamente despreocupados, el renacer de la hierba en los cerros, los maizales y campos de vid y las vacaciones escolares -que me tocaron de ¡dos meses!- a mi cumpleaños.
El verano y el otoño no tienen la misma popularidad que el invierno y la primavera. Que yo recuerde vagamente se enseña, como tema obligado de contenidos escolares en la primaria, que hay cuatro estaciones en el año, sus nombres, que duran tres meses y ya.
El invierno es famoso por la Navidad y todo lo que conlleva y el festejo por la llegada del Año Nuevo; la llegada de la primavera no pasa desapercibida porque hasta desfiles y festivales escolares hay en su honor, con coronación de pequeñas reinas en los jardines de niños entre un mundo de disfraces de todo tipo que abollaron el bolsillo del padre o desvelaron a esmeradas madres con la ilusión de ver destacar a sus pimpollos entre todos los niños.
También porque hay ceremonias por el solsticio de primavera en antiguos centros ceremoniales, que tristemente son muy comercializados.
Y aunque todos sabemos cuándo llega la primavera porque además ese día se celebra el natalicio del Benemérito de las Américas, casi nadie da por sentado cuándo termina. Claro, hay estudiosos que están pendientes de estos fenómenos naturales, místicos, magos y gente que en su sabiduría natural observan esos ciclos aunque no los llamen por sus nombres científicos.
Pues bien, este 20 de junio llegó el verano y con él los días más largos y por consiguiente, las noches más cortas. Justamente en el solsticio de verano es cuando se produce el día más largo del año porque el Sol no sale por el este, sino por el noreste y se pone al noroeste, lo que significa que es visible en el cielo durante un periodo más largo que el resto de año.
En términos de luz diurna, este día es 2 horas y 21 minutos más largo que en el solsticio de diciembre y he aquí una causa por la que tal vez sea famoso el verano, el horario, aunque no coincidan en fechas de inicio y término.
Fuera del nada aclamado horario de verano, éste termina sin más popularidad el 22 de septiembre, pero es la época en que la mayoría de la gente aprovecha para descansar, ir de vacaciones, divertirse y en general relajarse.
También es tiempo de cosechas, si le echamos un vistazo al campo mexicano que en este tiempo da lechuga, chile, sandía, cebollas, calabaza, pepino y maíz. ¡El verano nos da mucho sin esforzarse! Solo es él. Es decir, no ser popular no es sinónimo de no ser valioso, útil, indispensable y gratificante…
Hay ocasiones en la vida en que nos esmeramos mucho por ser populares, por tener lo que otros tienen o hacen y los llevan a ser toda una celebridad, al menos en el círculo más cercano sin saber si en realidad los llena “ese prestigio” o cuál es el precio por tenerlo.
Así vemos cómo mentes prolíficas, futuros brillantes, felices y libres terminan en el montón donde todo es igual y con un vacío que difícilmente se llena luego si no se da ese tiempo para encontrarse y madurar.
Y es mucho peor cuando se hicieron oídos sordos, cuando la vista se hizo obesa o cuando sólo por probar valentía sinsentido o llevar la contraria a la autoridad, alguien se lanza al vacío sin paracaídas ni entrenamiento previo.
No ser popular a veces es una bendición, porque se va por la vida sin presiones ni estrés, sin falsas o inalcanzables expectativas y, creo lo más importante, sin pretender dar gusto a otras personas sino a uno mismo construyendo realidades a partir de sueños, caídas y levantadas. También es verdad que no siempre el más popular es el mejor.