Tengo la fortuna de no haber sentido el vacío y dolor que deja la partida de un ser querido cercano; mis padres y mi hermano todavía convivimos y comemos de la misma mesa con mis cuatro hijos. Doy gracias al cielo por eso.
Sin embargo, he visto pasar la muerte muy de cerca. Entrañables amigos han dejado este plano ya fuera por enfermedad, accidentes y otras causas. Hace poco más de un año falleció mi tío Manuel, el único hermano de mi padre, se fue con sus padres de quienes solo me tocó conocer y convivir con mi abuela Toñita; a mi abuelo Lucio –según dicen un hombre alto, de grandes orejas y piel pegada al hueso–, no lo conocí, murió unos años de que mis padres siquiera se conocieran. Falleció siendo gendarme, el equivalente a policía municipal en nuestros tiempos, murió con el uniforme puesto y el sentido del deber muy arraigado.
Por parte de mi madre me tocó el duelo por el deceso de su mamá, doña Jesusita. Una mujer campesina, muy trabajadora y fiel testimonio del machismo. La recuerdo delgada, con la piel muy arrugada y cabello largo cano tejido en una trenza.
Viene a mi mente una imagen de cualquier día de su vida, de pie atrás de su marido, don Pablo, con una jarra de agua en una mano para darle agua para que se enjuagara mientras se rasuraba con un rastrillo de esos de navaja de doble filo, frente a un espejo colgado de un narzo (planta) que todavía hoy está frondoso en el patio de lo que fue su casa. En la otra mano sostenía una toalla, que le daba a mi abuelo para que se secara tras el ritual que era “la rasurada”. Siempre callada, atenta y dispuesta a lo que dijera su marido.
Para Don Pablito, la vida ha sido generosa, este año cumplió 100 años, aunque algunos dicen que los cumplirá hasta el 22. La pandemia del COVID-19 impidió que se hiciera un gran festejo, como cuando cumplió 50 años de casado con mi abuela allá por 1992, que reunió a sus 10 hijos, nueras, yernos, nietos, bisnietos, tataranieto, sobrinos, hermanos, ahijados y a todo el rancho y comunidades circunvecinas.
Sin embargo, he visto morir a gente de más años que yo y también a personas de muchos menos años.
Solo en la colonia donde crecí, la muerte se ha llevado una vida casi en cada casa alrededor de la de mis padres: murió doña Coco, la señora de la tienda de mi infancia. La recuerdo cada vez que oigo a Arjona con la canción “Jesús es Verbo, no Sustantivo”, porque la retrata muy bien.
También fallecieron los papás de Lula, mi amiga de la infancia; Doña María, la mamá de las chinas, todos así la conocían; Doña Cuca, la mamá de una religiosa que fue mi cómplice de travesuras en nuestros años de juventud. También Martha, a ella la recuerdo como la joven que despachaba en la tienda del portón cuando yo iba a comprar leche en un frasco de vidrio, una vez ella me puso de muestra con otros que ahí estaban porque mi frasco lo regresaba limpio. En aquel tiempo la leche se compraba en envases retornables, como ahora algunos refrescos.
También perdió la vida Doña Patro, mamá de muchos hijos y Doña Tadea y Don Eusebio, que también tuvieron muchos hijos, pero yo recuerdo más a una, a Irene, porque con su cajita de metal en la que llevaba una jeringa de vidrio a donde llegaba, al menos a los niños, nos daba terror.
Don Berna, el señor de la tortillería de una sonrisa y alegría contagiosa, recientemente también su hija Nancy dejó este plano. Murió don Juan y su esposa, los de la tienda y su hijo Toño el de los jugos y malteadas. Y mucho antes perdió la vida Doña Emilia por complicaciones de la diabetes, a ella la recuerdo como la señora que me cuidaba cuando era muy, muy pequeña.
Años antes perdieron la vida Doña Leonor y en diferente tiempo, sus hijos Raquel, Teresa, Rebeca, Don Blas…
También se fue mi querido amigo Ernesto, él murió en la línea atendiendo a personas infectadas por COVID. Era enfermero, años antes habían fallecido sus padres… la lista es muy larga, me falta espacio para mencionarlos a todos, pero quien sí me hizo viajar al pasado y provocó que se me humedecieran los ojos y sentir un profundo hueco en el estómago fue mi amigo de la infancia Fabricio.
No andaba en buenos pasos, todo mundo sabía, pero había salido bien librado. Sin embargo, cuando supe que había muerto esa parte de su vida se desvaneció y lo recordé como en una película cuando éramos niños y jugábamos en la calle a los encantados, al shan gai (juego con dos palos y dos ladrillos) y cuando íbamos a pedir muerto… era bravucón desde chico, muy guapo e inteligente, de él sí lloré amargamente su muerte.