Hace unos días en una plática con un buen amigo recordamos los viejos programas de televisión con los que nos entreteníamos en los niños a principios de la década de los 80; aunque obviamente hay muchos que merecen mención, nos enfocamos en dos: Odisea Burbujas y Cachirulo y su Teatro Fantástico.
La caminata matutina fue muy amena ese día porque llegaron a nuestras mentes recuerdos a los que ya no poníamos atención ninguno de los dos y durante casi una hora comentamos lo felices que pasamos nuestra infancia sin dispositivos electrónicos más que la televisión con sólo tres canales; los dos casi moríamos de risa porque mi hijo menor, Alex, no se imagina la vida sin videojuegos ni tablets o teléfono celular y ni se imagina la existencia de un sapo galán y simpático, un bebé ratón, una lagartija fotógrafa y un abejorro reportero ni ha visto jamás un fabuloso cuento narrado y actuado por el gran Cachirulo. Vaya, nuestros hijos universitarios nos han dicho que estábamos mal de la cabeza al ver a un zoológico parlante.
Esos dos programas se colgaron casi 60 minutos de nuestros recuerdos de cincuentones, porque hoy día son pocos los programas lúdicos que verdaderamente atrapen la atención de los niños, vaya ni siquiera la millonaria producción que el Gobierno Federal invirtió para hacer los contenidos de las clases a distancia que se transmitieron en el lapso crítico de la pandemia de COVID-19 y eso inició todo un tema digno de compartir porque, al menos yo, aprendí mucho de historia con Odisea Burbujas.
Recuerdo mucho al Popotitos 22, la nave espacial en la que hacían insólitos viajes fuera de la Tierra; El Tobogán del Tiempo, la máquina en la que viajaban a diferentes épocas en la historia de la humanidad, y el Exprimidor de libros, con el que literal exprimían el contenido de un libro para verlo en una pantalla, todos, inventos de un peculiar científico que lideraba al grupo en sus aventuras en la que iban enseñando historia y civismo a la niñez de esos años y sus luchas inacabables contra el Ecoloco.
Fue con ese programa matutino de los domingos que supe de Romeo y Julieta, de Van Gogh, de la Mil y una Noches o de Alejandro Magno, todas las historias contadas no al pie de la letra sembraron en la mente de los niños de entonces un poco (o mucho) del conocimiento que tristemente hoy en día muchos jóvenes ignoran aunque se trate de historia universal.
De Cachirulo –de quien hasta mucho tiempo después descubrí que su nombre real era Enrique Fernández Tellaeche– pudiera escribir un libro sólo en agradecimiento a toda la alegría y diversión que me dio. Para quien no sabe quién fue ni qué era su Teatro Fantástico, que le baste con saber que él mismo era presentador, narrador y actor en una obra de teatro de bajo presupuesto que se transmitía por televisión, si mal no recuerdo los domingos por la noche, en la que contaba cuentos, ¡sí, los cuentos clásicos!, con escenarios de cartón pintados a mano y poquitos, muy poquitos actores. De él recuerdo mucho el cuento de la princesa que le dijo a su padre, el rey, que lo quería igual que a la sal, respuesta por la que fue encarcelada, hasta que el monarca descubrió que la sal le da sabor a todo, por eso es tan necesaria.
Con la conversación concluimos que los niños de ahora son más exigentes, que no es malo, al contrario, pero dudamos un poco que programas tan inocentes como aquellos pudieran atraparlos como atraparon la atención de nosotros, pero que valdría la pena intentar hacer algo semejante o retrasmitir esos viejos programas que no le vendrían mal a nadie: a los grandes nos recordarían la lejana infancia y los más pequeños tendrían una forma divertida de aprender en una época convulsionada por el crimen, la muerte y cosas peores, en la que cualquier cosa amable que nos topemos en nuestro día a día, es un respiro para nuestra salud mental y porque con esos programas se nos invita a aprender, como dice una de mis canciones favoritas de los burbujos: “en los libros hallarás… el tesoro del saber… para ti todo será, si aprendes a leer…”.