Corría 1918 en el México postrevolucionario cuando “los robavacas” asolaban la región y Tenango, Villanueva estaba como oculto a la epidemia de gripe española, cuando María Reveles, entonces de 16 años, parió a Pablo en la soledad de su cuarto de adobe, techado de bóveda fabricada a base de barro, madera y hierbas y sostenido con redondas vigas de madera.
No era casada, pero su firme y fuerte temperamento la llevó a desafiar a su padre y a soportar la ira de su hermano mayor sin bajar la cara, al atreverse a tener un hijo “del barro”, como siempre dijo a su vástago cuando le preguntaba por su apá: “tú saliste de la tierra y el agua”, le decía.
El desafío fue más allá, tres años después dio a luz una niña a la que puso por nombre Soledad y tres años más tarde a Reyna.
Quienes la conocieron y aún viven, la recuerdan como una mujer conocedora de las plantas medicinales, del movimiento de las estrellas, partera, recia con todos –hombres y mujeres–, de carácter duro y devota de la Santa Cruz, a quien le hacía altares con enormes flores de papel crepé y reliquia el 3 de mayo.
Según sus propias palabras, poco antes de morir en 1992, le latía ser madre, pero no ser “sobajada por ningún macho jijodiún”, por eso tuvo sus a sus hijos sola; los envolvía en sábanas al nacer y los acomodaba en un chiquihuite –especie de canasta gigante– debajo de la cama hasta que ya era imposible ocultarlos y así, recién parida, se levantaba de la cama y se iba atrás del metate a moler el nixtamal para hacer masa y echar las tortillas al comal para el almuerzo.
María –conocida por los más chicos como doña María y por los grandes, sobre todo sus contemporáneos, como Reveles– sin proponérselo, al menos no conscientemente, se convirtió en la matriarca de una gran familia, una mujer respetada por todos los hombres y mujeres de su progenie y por todos los de su comunidad, por respeto, amor y su decisión y firme carácter para hacer lo que creía que estaba bien. Su opinión siempre era buscada y respetada.
Al morir en septiembre de 1992 –a unos días de su cumpleaños número 100–, dejó tres hijos, 21 nietos, 76 bisnietos y un tataranieto, mi hijo Carlos, a quien cargaba y arrullaba en su enagua hasta que quedaba profundamente dormido bajo su ojo vigilante.
Hoy día, según el INEGI, en Zacatecas, en promedio una de cada cuatro madres solteras son menores de 20 años (27%); estadística en la que embona a la medida mi bisabuela, a muchos años de distancia, sin embargo, y sin romantizar la maternidad, nada tiene que ver la decisión de una adolescente nacida en 1902, quinceañera en 1917 y madre en 1918 decida a ser una mujer libre en medio de una sociedad totalmente machista a las madres adolescentes de los años 2000, cuando la maternidad ya es una elección, no se necesita estar casada para ser madre aceptada por la sociedad y cuando la libertad sexual ha traído mucha, aunque parezca insuficiente, información de educación sexual y anticonceptivos.
Mi abuelo, su hijo, no rompió paradigmas, pues a pesar de ser hijo de un alma libre fue criado a la sombra de su abuelo “a la antigua usanza” para ser atendido por las mujeres, pero también a ser responsable de su madre, que a los ojos de todos era una pobre mujer sin nada y deshonrada. La revolución le hizo justicia y de no tener nada se hizo ejidataria, y aunque no tengo el dato exacto, tengo la certeza de que fue la primera mujer ejidataria al menos en Tenango y eso le abonó más respeto, pues su voz sonaba y resonaba en las juntas del ejido y hasta el día de su muerte estuvo al pendiente de sus cosechas.
La recuerdo como una mujer de cabello tan blanco como la nieve que recogía en una trenza de tres gajos y cubría con un rebozo oscuro que daba vuelta en su cuello, vestido de falda larga y ancha, siempre con un suéter café o azul marino y zapatos negros con medias “de viejita”, de esas color carne. Creo que nunca dejó la costumbre del vestido enorme que probablemente ocultó sus tres embarazos. Nunca supe a ciencia cierta si era gorda o tanta ropa la hacía ver voluminosa.
Su vida no debió ser fácil, pues rompió con la cultura, costumbres y tradiciones muy arraigadas en la región en esos años y aunque su padre era un señor de recursos, ella buscó el modo para depender lo menos posible de su padre y de su hermano; los primeros años entre intentos de burlas y fracasadas humillaciones, pero el ímpetu de su espíritu siempre la mantuvo en pie y si sintió vergüenza en un momento, nunca lo demostró, dicen quienes la conocieron joven.
Han pasado ya 30 años desde su muerte, muchos no la recuerdan porque eran muy chicos cuando falleció. Las nuevas generaciones ni idea tienen; los viejos aunque la han de tener en sus recuerdos hablan poco de ella, pero hoy vino a mi mente su vida como un referente inequívoco de que el deseo ferviente de la mujer de ser por sí misma siempre ha existido y en mi familia una semilla germinó, tal vez muy temprano en la historia familiar, pero dejó precedente de que las mujeres si nos lo proponemos podemos con o sin ayuda de un hombre, sin resentimientos ni rencores.
De sus tres hijos sólo sobrevive su primogénito Pablo –mi abuelo–, quien el pasado enero cumplió 105 años.