«Hablar del suicidio no es fácil, sólo las personas que han intentado realizar este acto o los familiares cercanos a una persona afectada, saben el terror que esto significa«.
Así inicia una nota que habla del tema que leí la mañana del 10 de septiembre… la sola entrada movió cada fibra de mi cuerpo y alteró mi mente.
Todo lo que se pueda escribir sobre ese espinoso tema es poco para describir la angustia y el dolor que una madre siente ante un acontecimiento como éste. Luego viene la culpa, la soledad y una infinidad de preguntas que la autocuestionan: ¿Qué hice mal? ¿Qué no vi? ¿Por qué no me dijo? ¿Qué pude hacer? ¿Qué hago ahora? ¿Cómo ayudo a mi hijo? ¿A dónde o con quién voy? ¿Quién me ayuda a mí? ¿Por qué a mí no me abrazan? ¿Por qué me tocó vivir esa pesadilla sola?
Y luego… un pesado silencio. El reproche silencioso de aquel hijo que se sintió incomprendido, solo, juzgado, presionado aumenta el dolor de la madre que no merma y no sabe qué hacer, cómo hacerlo o por dónde empezar, cómo hablarle sin lastimarlo sin que se sienta atacado, porque las miradas de aquellos ojitos que un día nos llenaron de felicidad al verlos por primera vez ahora nos miran con desprecio o con una lejanía tremenda que se puede ver el vacío que hay en ese momento en su alma y el corazón se nos vuelve a partir.
Una madre muere poquito –o mucho– cuando un hijo atenta contra su propia vida y aunque los días pasen y se conviertan en semanas, meses o años, la herida no sana porque queda el temor de que lo vuelva a intentar y más porque siempre está la posibilidad -en nuestra mente– de que esa vez sí lo logre…
No importa si pasa un año o una vida entera, cuando el recuerdo llega por una fecha, por una lectura, por un comentario, por lo que sea, el dolor vuelve como espina que se clava en el corazón.
La tristeza, ansiedad o depresión son malas consejeras y más si no se atienden. Ellas se ocultan tras unos labios pintados, unos ojos con rimel, un peinado bonito, un excelente juego de futbol o risas que se convierten en carcajadas en los encuentros familiares que lejos de hacernos realmente felices, abren un gran hueco en el alma cuando se apacigua el bullicio e impera el silencio de la habitación en penumbra y los pensamientos atacan la razón hasta convertirse en tristeza o ansiedad que en ocasiones no vemos a simple vista, ya lo he descrito antes en este mismo espacio https://bit.ly/3DSKuz5
Cuidémonos, cuidemos de nuestros hijos y a nuestros seres queridos. Vivimos para ser felices, es normal un momento de melancolía, pero si ella se convierte en nuestra sombra no dudemos en buscar ayuda, si entendiéramos que la salud mental es tan importante como la física habría menos suicidios e intentos de suicidio, menos madres con el corazón agonizante y más hijos que hacen la felicidad de sus madres.
La mejor inversión en uno mismo, en nuestros hijos o seres queridos es atender la salud mental. Primero una, sí, porque si una no está bien, nada ni nadie estará bien a nuestro alrededor, incluidos quienes conviven con una. Ya lo entendí.
El tema viene a colación porque justo el 10 de septiembre fue el Día Mundial de la Prevención del Suicidio.
Excelente artículo, ayuda a realizar una revisión personal de lo que estamos haciendo como seres humanos…..
Saludos