El mundo está en constante y dinámico cambio, en ocasiones no notamos las transformaciones porque se presentan de forma muy sutil, casi imperceptible, otras son tan dramáticas que es difícil no notarlas de inmediato. No todos los cambios son para bien.
Hace unos días, en una de esas pláticas madre-hijo en la que Alex intentaba convencerme de dejarlo salir solo con sus amigos, recordaba que cuando yo tenía 15 años –en 1987– también tenía las mismas pláticas con mi madre y a veces sentía que tenía qué suplicar por un simple permiso para ir con mis amigas de escuela a caminar a la avenida Hidalgo o ir a la alameda a las hamburguesas (había un pequeño local cerca de la Fuente del Pescadito) o para cualquier otra actividad propia de la adolescencia.
Argumenté a mi hijo que los padres de entonces temían que sus hijos (nosotros) nos portáramos mal, que fuéramos groseros con la gente, que hiciéramos relajo donde no debíamos, que nos embriagáramos (yo creo que no importaba si éramos hombres o mujeres, éramos jóvenes), en el caso de los muchachos que se vieran enredados en algún pleito y les estropearan el rostro o que nos atropellaran. No se hablaba de drogas, aunque por supuesto que existían, no era muy común el tema como ahora.
Ahora, le dije, a todo eso hay que agregar que tememos que “desaparezcan”, que queden entre fuego cruzado o que los droguen y los ultrajen, entre una larga lista de temores que, me atrevo a decir, tienen fundamento.
Ser madre en estos tiempos de mortandad, dolor e incertidumbre no es fácil, sin importar la edad de nuestros hijos –sean hombres o mujeres–, yo soy una de las 38 millones de mujeres que son madres en México de acuerdo con el INEGI y formo parte del 11% de madres solteras y siento ese temor, aún por mis hijos adultos.
No es posible encerrar en una vitrina a nuestros vástagos para asegurarnos de que no les pasará nada, tampoco es posible hacerles sentir nuestro temor y aunque tal vez comprenden nuestra preocupación, no podemos obligarlos a vivir presos del miedo, ni nosotras debemos dejar de vivir por atormentarnos pensando que les puede pasar algo, sin embargo es inevitable tener ese sentimiento; en mi caso, que soy creyente, pido protección divina para mis cuatro hijos.
Mis hijos mayores dejaron de depender de mí casi por completo, son adultos autosuficientes, hijos respetuosos y amorosos y buenos ciudadanos; soy madre desde hace 33 años y no noté cómo fueron creciendo, hasta que un día los vi “muy mayores”, fue uno de esos cambios sutiles que no notamos de inmediato.
Creo que así le ocurre a nuestra ciudad y me atrevo a decir que al estado en general; en 1987, a pesar de la rigurosa vigilancia de mis padres, yo podía salir sola al Centro con mis amigas, años más tarde, allá por 1996, salía de trabajar ya de madrugada; el periódico se ubicaba en la Plazuela Miguel Auza y había ocasiones en que el vehículo en el que se repartía al personal a sus domicilios, tardaba mucho y yo, desesperada, me iba caminando sola hasta casa de mis padres, donde vivía aún.
Así atravesaba prácticamente toda la ciudad a pie, a las 3 de la madrugada sin sentir ningún tipo de miedo, excepto cuando llegaba a las vías del tren cerca de un taller mecánico, porque salían perros que dormían debajo de los carros. Nunca vi ni me pasó nada.
Poco a poco la situación fue cambiando y no lo notamos de inmediato, entre otras cosas porque Zacatecas era realmente tranquila y porque no había, como hoy, redes sociales por medio de las cuales hoy nos enteramos en el momento preciso de todo lo que ocurre en nuestro entorno, sea bueno o malo.
En muy poco tiempo Zacatecas pasó de ser uno de los estados más tranquilos de México a uno de los más violentos, y no lo digo sólo yo, este martes (14 de mayo de 2024) Rodrigo Reyes Mugüerza, secretario General de Gobierno, lo reconoció durante la primera sesión ordinaria del Consejo Estatal de Consulta y Participación Ciudadana en Materia de Seguridad Pública, donde admitió también el alarmante incremento en los índices de criminalidad en décadas pasadas.
Cambiar el contexto violento en el que vivimos no es fácil y no sólo es tarea de los gobernantes, sino también nos compete a los padres de familia formar hijos y ciudadanos responsables, respetuosos y honorables; que amen la vida y se amen a sí mismos, que vivan alejados del miedo y la violencia, para que por iniciativa propia provoquen los cambios que hoy deseamos y vivan otra vez en una ciudad no sólo hermosa, sino pacífica, segura y acogedora.
Este debe ser el siguiente cambio, paulatino ciertamente, porque no es tarea fácil erradicar de un día para otro la incursión del crimen desbordado en nuestro estado.