“Una de las tareas que tenemos pendientes como comunidad es combatir la lacerante desigualdad social”, leí en algún lado, palabras más, palabras menos. Esa afirmación me ha perseguido desde que la vi porque creo que es un tema del que poco se habla con la seriedad que demanda y mucho menos tomamos acción.
La brecha es casi infinita entre quienes tienen la posibilidad de vivir sin preocuparse por qué comer, vestir o educarse cada vez que despiertan y los que se truenan los dedos de unas manos vacías.
No entiendo bien a bien cómo es que las políticas públicas –tan planeadas en sendos escritorios gubernamentales– que pretenden un país de ensueño, terminan fracasando en la práctica.
Los últimos meses he escuchado la misma historia, con sus matices y sus particularidades, pero iguales como si hubieran sido copiados con papel carbón: “No sé qué pasó ni cuándo ni cómo, pero en un parpadeo todo cambió y después de tener estabilidad financiera, ahora no sé qué les daré de comer mañana a mis hijos, no tengo dinero ni para lo más básico”.
Otras que van por el mismo tenor es de amigos que un día decidieron abrir un pequeño negocio y a las pocas semanas o los más afortunados en meses, deben cerrar “porque si no es la gente mala es el SAT o el de plazas y mercados, por todos lados nos exprimen”.
He visto con tristeza cómo buenos amigos han perdido los ahorros de toda una vida o han quedado endeudados al abrir y cerrar un negocio con el que pretendían vivir decorosamente al quedar sin empleo, no encontrarlo o por los precarios salarios que reciben.
Más aún me he quedado sin familiares y buenos amigos sin despedirme de ellos ni desearles buen viaje, porque han huido de su tierra; sí: huido, porque son víctimas de atrocidades inenarrables o porque han perdido la esperanza de progreso en su tierra.
En contraste, pocos, comparados con el grueso de la población, tienen todo y más pocos aún gozan de una riqueza casi insultante con los mexicanos que adolecen de mucho.
Esa lacerante desigualdad social que parece invisible en Zacatecas y el país entero genera inconformidades, odio social y rencores que terminan por dividirnos no sólo en ricos y pobres, sino también en buenos y malos.
Esa terrible e injusta inequidad es la causante de muchos de los males que nos aquejan, que van desde la pobreza por falta de oportunidades, de lo que se desprende el descontento y enojo que lleva a muchos a delinquir por odio e ignorancia, aunque no es justificación por ningún lado que se le vea. Afortunadamente, no todos los pobres infringen las leyes humanas ni divinas.
Y aunque Buda dijo que «el conflicto no está entre el bien y el mal, sino entre el conocimiento y la ignorancia» y Sócrates afirmó que “el único bien es el conocimiento y el único mal es la ignorancia”, combatir tan arraigada desigualdad no es fácil, porque en el conflicto confluyen muchas aristas sociales, culturales, geográficas, etc. Nadie puede cultivarse en la virtud ni las ciencias para alcanzar el progreso y prosperidad si tiene el estómago vacío o si vive con temor, hasta de perder la vida…
Hace falta tomar en serio el asunto desde los gobiernos, la conciencia social y la muy particular, para desterrar la infame idea de que el pobre es pobre porque quiere, por holgazán o por designio divino. Habrá casos, pero a veces no es la holgazanería, sino que son los sistemas los que empobrecen.