Otoño es mi estación favorita por su gama de colores naranjas, ocres, amarillos, marrones, cafés y en algunos casos dorado. Soy amante de los bosques y ver esta estación colgada de los árboles me llena de emociones que, a diferencia de la vida y la existencia, me hacen sentir bien.
Curioso es que esos colores son producto de un proceso de muerte en el que, está de más decirlo, la vida abandona el recipiente que le contiene para escapar hacia la no existencia y deja detrás el recipiente vacío: la hojarasca, el rastro de algo que fue y ya no será jamás.
La hojarasca también puede ser una metáfora de los vínculos que establecemos con “los otros”. Como las estaciones del año, hay quienes se inclinan por las personas que se mantienen en una especie de primavera: siempre positivas, ofreciendo lo mejor de sí, con un mensaje de esperanza que contagia y hace florecer a otras personas.
Se trata de individuos alegres, sonrientes, que ofrecen bondad y un poco de amor en cada acto. Motivan, inspiran y ofrecen un nuevo horizonte de expectativas para quien ha creído perderlo todo.
Por naturaleza, tienen una luz interior que, aunque potente, requiere de un impulso para ser, inmersos en circunstancias que lo permitan. Una flor no puede abrirse paso ahí donde el retoño se ve ahogado entre maleza.
Las hay también verano, personas temperamentales que se imponen con toda su fuerza y majestuosidad, en un gran colorido como los pavorreales, pero inestables e impulsivas como cualquier instinto de la naturaleza, defendiéndose ante cualquier amenaza que represente un riesgo para su existencia.
Se trata de individuos con humor cambiante, intensos en sus relaciones, pero drásticos en sus humores tan variados que rara vez dejan lugar a los matices. En un momento pueden desbordarse de euforia y al instante siguiente romper en lágrimas o estallar en cólera por pequeños detalles que solo su lógica puede entender. Imprevisibles podría ser una palabra equivalente para definirlos.
Hay quienes se asemejan más al invierno, personas frías, realistas, que eliminan cualquier filtro de las cosas para verlas tal como son, en su crudeza, sin el gran colorido y las bellas formas que las llegan a adornar. Analíticas y hasta cierto punto insensibles, son personas que despiertan un atractivo por su aspiración a la vida simple y sin tanto decoro.
Por último, los hay de otoño, individuos que acumulan hojarasca en su follaje y aunque hermosos en la nostalgia que despiertan por el proceso de cambio, su follaje exuberante es “inútil y de poca sustancia”, como reza la definición del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española.
Son personas melancólicas que evocan lo que fue y ya no será jamás. Idealistas y soñadoras, también llegan a ser realistas y analíticas sobre los procesos de cambio y se adaptan con mayor facilidad a las transiciones.
Claro que no podemos encasillar a las personas al dividirlas en estas cuatro tipologías. Siempre hay grados de indeterminación que pueden fluctuar entre uno o varios de estos tipos. Personalmente me inclino por las personas “mariposa”: las que en silencio trabajan en su propia transformación. Esa belleza es la más rara.