Allá por los años 80, los niños y jóvenes de barrio teníamos muy particulares formas de esparcimiento. Para entonces no había internet ni toda esa serie de inventos que derivaron del desarrollo de las Tecnologías de la Información y Comunicación (TIC) como videojuegos o redes sociales.
Los menores de ese tiempo nos divertíamos jugando en las calles al bote volado, a los listones, a los encantados, al changai (o como se escriba), salíamos en bicicleta y los más temerarios saltábamos rampas; las niñas salíamos a jugar con muñecas y trastecitos a las banquetas y los niños jugaban futbol, a las canicas o con cochecitos.
Un poco más grandes nos íbamos “en bola” a La Encantada muy tempranito a correr, regresábamos a la casa platicando de conquistas y cosas que nos pasaban en nuestra casa.
De mi barrio, Leonardo destacó por bravucón, correlón y por galán; de las mujeres la más bonita era Lula, siempre tenía fila de pretendientes.
Fuimos pandilla muchos años, felices todos sin hacer daño a nadie y nadie nos hacía daño a nosotros, más que los clásicos regaños de los papás porque a veces éramos ruidosos, los pleitos de hermanos (quienes los tenían) y los malos entendidos entre amigos que siempre se solucionaban en poco tiempo.
Una regla no escrita que todos respetábamos era que dando las 10 de la noche todos corríamos a nuestras casas.
Ese caudal de recuerdos vino a mi mente luego de que hace un par de días mi jefe, tras una ardua jornada de trabajo, se sentó con varios de sus subalternos, hombres y mujeres cuyas edades iban de los 19 a los 65 años, y en la charla se atrevió a afirmar que de todos los que estábamos reunidos en ese momento los que tuvimos la mejor infancia fuimos los más grandes.
Pronto, uno de mis compañeros, el de más edad, empezó a platicar cómo fue su niñez, pero ya en ese momento mi mente viajaba en el tiempo volviendo a vivir esas caminatas por las vías del tren con mis amigas del barrio o mi regreso apresurado a casa después de clases en el Colegio del Centro, para ir con mis amigas de la secundaria a comer hamburguesas a la Alameda o a caminar a la avenida Hidalgo.
Lo más espectacular, para mí, eran las mañanas de los domingos. Las inolvidables mañanas de matiné con películas de El Santo, Blue Demon y Mil Máscaras; de Pepito y Chabelo o de fantásticas aventuras de actores de los que un niño no toma nota nunca…
Fueron lo máximo para una generación (la mía que soy modelo 1972) que creció con solo tres canales de televisión, no había cable como hoy, y no había otra cosa mejor qué hacer…
La función de cine empezaba a las 10 de la mañana en lo que fue la Sala 2000, sobre el boulevard López Mateos. Era solo una gran sala de cine que se llenaba a reventar cada domingo, por eso, nosotros siempre mandábamos “avanzada” para comprar los boletos, que escapa a mi memoria cuánto costaban.
Siempre era Leonardo quien iba a comprar una gran tira de boletos antes de que todos los demás bajáramos al cine a ver las dos películas que proyectaban en la gran pantalla. El intermedio era al terminar la primera película, lo aprovechábamos para ir al sanitario o para comprar en la dulcería, aunque no era necesario, puesto que nuestras mamás nos ponían lonche, eran tiempos en que no nos revisaban las mochilas que llevábamos para la función y podíamos llevar golosinas de nuestras casas.
Como era muy larga nuestra permanencia en la sala, a veces para ponernos cómodos nos quitábamos los zapatos y no faltó la anécdota de que al finalizar, no halláramos uno o encontráramos dos que no hacían par. Fue diversión memorable, con muchas anécdotas e historia…
El paso tiempo cambia todo: las costumbres, a la gente, la forma de vivir, de divertirse y convivir. Ahora es difícil salir con esa despreocupación a la calle, por la inseguridad que priva en todo el país, además los niños y jóvenes se divierten con dispositivos electrónicos que van desde el teléfono celular hasta sofisticadas consolas de videojuegos; si les mostramos dos palos de escoba partidos uno más grande que otro, nos pondrán cara de interrogación porque no sabrán qué hacer con ellos, mientras que para nosotros era una veta de diversión para jugar al changai…
Con el confinamiento por la pandemia de COVID-19 las cosas se complicaron mucho más. En lo personal a mí me preocupa mucho eso, porque sé de muchos niños que están pasando su infancia sentados ante una gran pantalla, con poca convivencia con sus iguales, sobre todo niños que son hijos únicos.
Por ello es que siento que sería maravilloso volver a las aulas, pero no estoy del todo convencida que sea lo mejor porque no todos están vacunados, porque no todos enseñamos a nuestros hijos a respetar las disposiciones para prevenir contagios y porque creo que no hay quien sepa controlar un grupo heterogéneo de niños para salvaguardar su salud.
Al final de la historia, las autoridades serán las que decidan y las que deberán proveer a maestros, alumnos y padres de familia de todo lo necesario para llevar una sana convivencia en todos los sentidos.