Y bien, a petición del público (y es muy en serio), les contaré la historia de la vaca que quedó pendiente la semana pasada cuando mencioné que cambió mi realidad porque me mataron la vaca y que tal vez es lo que les hacía falta a muchos para, de lo que consideran su desgracia, hacer tierra fértil para prosperar.
Como ya he escrito en otras ocasiones, soy estudiante de Metafísica, y como tal, leo y escucho muchas historias que nos ayudan a comprender nuestra realidad porque de otra manera no lo entenderíamos o quizá ni por enterados estuivéramos.
De la historia de la vaca he leído varias versiones, no sé cuál es la original y desconozco el nombre del autor, pero todas son muy similares y lo más relevante es que llevan el mismo mensaje implícito, que trata de hacernos conscientes de la zona de comodidad a la que estamos acostumbrados por no decir aferrados y nos inspira a hacer algo para salir de ella para construir una vida plena.
La vaca de esa historia que resumiré lo más que pueda, era de una familia de ocho a la cual proveía de todo su sustento; era una vaca famélica, pero daba leche suficiente como para que los padres, sus cuatro hijos y dos abuelos malvivieran en una casucha paupérrima, desordenada y sucia a punto del colapso.
Tanto los padres como los demás miembros de la familia vestían ropa vieja y sucia, tenían caras tristes, de amargura y hasta de resignación a la pobreza, pues debían hacer rendir la leche para malalimetarse todos, conformes con vivir hacinados sin más ilusión que amanecer vivos el día siguiente para hacer lo mismo: malcomer y resignarse a su pobreza.
Un día un monje y su discípulo que pasaban por ahí pidieron agua, se las dieron con gusto y les ofrecieron un rincón para que pasaran la noche y descansaran; en lo que se acomodaban, el monje preguntó al padre de familia cómo era su vida y éste le contó que vivían de la vaca y todas las penurias que pasaban por ser tan pobres.
Con los primeros rayos del sol, el monje y su discípulo se marcharon sin hacer ruido para no despertar a sus anfitriones, poco después de abandonar la casa se toparon con la vaca que estaba en los huesos, el monje sacó una daga y la degolló ante la mirada atónica del muchacho que no daba crédito a lo que acababa de hacer… “era lo único que tenía esta pobre familia para sobrevivir”, le dijo, pero no recibió respuesta y siguieron su camino.
Durante mucho tiempo, el joven no podía conciliar el sueño por el remordimiento de haberle quitado su única fuente de sustento a esa familia, pero el monje no hablaba del asunto hasta que pasado un año el maestro invitó al muchacho a salir.
Cuando llegaban a donde estaba hacía un año lo que parecían ruinas, había en su lugar una gran casa, bien pintada, y en el sitio que antes había sólo piedras y desperdicios había un gran jardín con muchos tipos de flores y huertos de diversas legumbres y frutas.
El muchacho pensó que la muerte de la vaca había sido fatal para la familia, que tuvo que haberse ido de ahí quién sabe a dónde y quién sabe si hubieran sobrevivido. El remordimiento, la culpa, el pesar y el tormento envolvieron el corazón del muchacho, no quería ni llegar a esa casa, pues se sentía cómplice del pecado del monje.
Sin embargo, su maestro encaminó sus pasos a la casa, llamó a la puerta y para sorpresa del muchacho abrió el padre de familia otrora sucio, desaliñado y malencarado, ahora estaba limpio, perfumado, vestía ropa nueva y limpia; los recibió con una gran sonrisa.
Ya adentro, el maestro le pidió que lo platicara qué había pasado en el último año y el hombre empezó: “Hace un año coincidió que cuando ustedes se fueron, algún maleante asesinó a nuestra querida vaca. Se nos vino el mundo encima porque era lo único de lo que vivíamos”.
Y les contó que después de pasar un momento de terror por no saber qué hacer, de tristeza y desesperación, el padre le pidió a su hijo mayor que le ayudara a quitarle el cuero a la vaca, a destazarla y hacer cortes y se fueron al pueblo a vender la carne; su esposa que era buena para la costura, empezó a coser ajeno y lo hacía tan bien que poco a poco le fue llegando trabajo ya sin salir a buscar.
Las hijas salieron buenas para el cultivo de las flores y él descubrió que se le daba la agricultura y empezó a sembrar y cultivar diversas verduras, primero para consumo propio y luego, con tan buena suerte que pusieron su propio puesto de verduras en el pueblo y una florería. Los viejos ayudaban a todos.
El monje en silencio escuchó el fascinante relato, se acercó a su discípulo y en voz muy baja le preguntó: ¿Crees que si esta familia aún tuviese su vaca, estaría hoy viviendo como vive ahora? Y el joven, reflexivo, le contestó: Lo más probable es que no, porque seguirían dependiendo de la vaca.
El maestro le explicó que aquella vaca, además de ser la única posesión de esa familia, también era la cadena que los mantenía atados a una existencia de miseria y mediocridad. Al verse despojados súbitamente de la falsa seguridad que les proveía su vaca, no les quedó más remedio que tomar la determinación de salir de su zona de comodidad y reinventarse.
Lo que al principio percibieron como una despiadada adversidad, resultó ser su gran oportunidad para prosperar y crear una vida plena y es a eso justamente a lo que me refería en mi anterior colaboración cuando hablaba de que les mataron la vaca a los miles de trabajadores de gobierno que se quedan sin empleo; hoy ellos tienen dos caminos a seguir: o mueren lamentándose porque los sacaron de su zona de confort o empiezan a explotar esos talentos que tienen escondidos o no, pero que están en segundo plano porque su vaca (salario) les había dado lo indispensable para sobrevivir.