De acuerdo con información del Gobierno de México, hasta 2021 en el país residían 39 millones 972 mil 439 personas cuyas edades van de 0 a 17 años, es decir, niños y adolescentes; el INEGI informa que según el Censo de Población y Vivienda de 2020 en México residen 31.8 millones de niños de 0 a 14 años, que en términos porcentuales equivalen al 25.3% de la población total.
Uno de esos niños es mi hijo Alex. Es un niño en toda la extensión de la palabra, pues bendito Dios no ha tenido necesidad de trabajar ni para sobrevivir ni para mantener a otras personas, como lo hacen 122 niños por cada mil en México; él puede ir a la escuela como mandata el artículo 3 constitucional y tiene sus tres comidas al día. Es un niño lleno de amor, la alegría de casa de mis padres y quien saca de quicio a sus hermanos mayores (el mayor le lleva 20 años y el menor 10).
Al reflexionar un poco en la infancia de mis hijos soy consciente de lo afortunados que somos porque hemos podido vivir plenamente nuestra niñez, con sus matices y bemoles, pero a fin de cuentas ha sido plena.
Vienen a mi mente vagos recuerdos de mi niñez, no porque esté muy lejana, sino porque conforme uno va creciendo va olvidando o relegando los buenos momentos de la infancia y me doy cuenta de que la mía fue como “la visagra” del antes y el después comparada con las infancias de mis padres y la de mis hijos. Totalmente diferentes unas de otras.
Mi madre, por ejemplo, creció cuidando a sus hermanos menores apenas tuvo conciencia para hacerlo, ayudando en la crianza del ganado y la agricultura, y las labores de la casa.
Aunque quiso, no pudo ir a la escuela porque mi abuelo, hombre de campo, muy chapado a la antigua y con ideas que rayaban en la misoginia se lo impidió con el argumento de que ya sabía leer y escribir (lo que aprendió hasta segundo grado de primaria), que era más que suficiente y que en lo que debería poner empeño era en aprender a tortear, a remendar y a tener una casa limpia.
No sabe usar la computadora y después de años de usar un teléfono inteligente, todavía “se pelea” con él porque no le entiende. Aun así recuerda su infancia como la época más bonita de su vida.
Mi hija fue primera en su clase desde el jardín de niños a donde entró como oyente a los 2 años y medio porque quería, igual que su hermano mayor, ir a la escuela. En general creo que tuvo una infancia feliz, aunque ella es quien lo debe decir.
Tuvo libertades que ni mi madre ni yo no tuvimos en nuestra niñez; fue a clases de inglés, de karate, de natación, desde los 3 años juega futbol y casi al dejar la niñez, a los 14 fue voluntaria en Protección Civil. Tiene habilidades para las cosas de la tecnología. Es ingeniera civil.
Yo no crecí en el campo como mi mamá y fui hija única hasta los 5 años, por eso fui una niña mimada. Tenía muchos juguetes, recuerdo a una Barbie gimnasta, a una vaca lechera, decenas de trastecitos miniatura y muñecas, muchas muñecas; era la niña que más juguetes tenía de por donde vivía y compartía con mis amigas Norma, Maricela y Lula.
Fue una época en que uno podía jugar libremente en la calle, porque el único peligro que enfrentábamos era que corriéramos sin cuidado atrás de la pelota que se nos iba lejos y un auto nos atropellara. Jugábamos rondas infantiles, a los listones, al bebeleche, brincábamos la cuerda, el elástico, jugábamos a los encantados o la roña (que le decíamos “la traes”).
Teníamos mucho tiempo para jugar porque no había otra forma de divertirse, como ahora que los videojuegos se roban el tiempo y vitalidad de nuestros niños, sólo había tres calanes de televisión: el 2 con las noticias y las telenovelas que veían los grandes, el 5 con series y caricaturas y el otro, el cultural que casi nadie veía, así que preferíamos salir y jugar hasta las 10 de la noche, pues como reloj biológico sonaba la alarma para entrar a casa sin necesidad de que fueran a hablarnos. Entonces no había celulares, las computadoras eran cosa de cienciaficción y de los videojuegos ni hablar.
A mi Alex le tocó otra época, distinta en todos los aspectos. Nació con el chip bien puesto, parece que es cuestión generacional, pues apenas se sientan los bebés y ya saben “moverle” al celular, Tablet o lap… y como toda su vida ha tenido una mamá que trabaja fuera de casa, a él le tocó estar en guardería, aprendió primero a sumar y restar que a leer, es primero en su clase, juega futbol y le apasionan los videojuegos, a los que no me opongo tanto porque le tocó una época convulsionada por la inseguridad, atrás quedaron los mitos del viejo del costal que se robaba a los niños que no querían dormirse temprano o de los robachicos con los que nos asustaban para que no saliéramos de casa.
En época de mi Alex la inseguridad es muy real, tan real que se puede contar, que se puede ver en los diarios y en estadísticas de agencias que se dedican a contabilizar homicidios, secuestros, extorsiones… y por si fuera poco, le tocó una pandemia que nos tuvo confinados casi totalmente más de un año, tiempo en el que sólo los paseos nocturnos por las calles del fraccionamiento donde vivimos y los minutos para saltar la cuerda o jugar jenga o uno o lotería, los videojuegos han estado con él, pues ni siquiera el consuelo de ir a la escuela tenía, porque hasta las clases fueron por medio de una computadora.
Sin embargo, con todo y los altibajos que pueda tener la infancia de cada generación, no hay nada equiparable con una niñez plena, para ser niño, no un niño-adulto, para vivir sin preocupaciones, disfrutar de la vida y todo lo que nos da y aprender sin darnos cuenta.
Cuidemos a nuestros niños, seamos como uno de ellos cuando platiquemos con ellos, bailemos, cantemos y gritemos con ellos si la ocasión lo amerita, porque la niñez no es eterna…