Evocar y conmemorar el centenario del natalicio de Amparo Dávila (1928-2020) es celebrar “Música concreta”, “Moisés y Gaspar, “Arboles petrificados”, “El Huésped”, solo por citar algunos de sus cuentos más renombrados que la sitúan como una de las figuras más importantes de las letras mexicanas y universales contemporáneas, además de una zacatecana universal que nos recrea con su universo para escapar en un mundo cada vez más caótico del que no queda más de agazaparnos en la dimensión de lo fantástico.
Nacida en Pinos, Zacatecas, Amparo Dávila es por mucho una de las principales representantes del cuento en nuestro país, galardonada con el Premio Xavier Villaurrutia en 1977 y el Jorge Ibargüengoitia en 2020, pero sobre todo es una creadora de mundos extraordinariamente fantásticos en los que la realidad, esa a la que muchas ocasiones rehuimos, es la protagonista de sus relatos que, a manera de cuentos, tocan las fibras más sensibles de la condición humana y que ella misma señaló acerca de su obra, trastocan temas como el amor, la locura y la muerte.
A través de su obra, el vaivén entre la fantasía y la realidad se tocan y alcanzan lo siniestro de su “literatura vivencial”, esa que nace de la experiencia y emerge desde el municipio de Pinos, cuna en la que narra en su autobiografía nace su interés por las letras, producto de un claustro impuesto por su precaria salud desde niña y donde desde la biblioteca de su padre, fraguó la alquimia para imprimir en sus cuentos el carácter enlutado y sombrío que, sin embargo, llenan de colores la imaginería de Dávila y de sus lectores.
De su Pinos, describió a su tierra como el “pueblo de las mujeres enlutadas de Agustín Yánez, es también Luvina donde sólo se oye el viento de la montaña a la noche, desde que uno nace hasta que muere. Situado en la cima de una montaña y rodeado siempre de nubes, desde lejos parece algo fantasmal, con sus altas torres, las calles empedradas en pronunciado declive y largos y estrechos callejones. Pinos es un viejo y frío pueblo minero de Zacatecas con un pasado de oro y plata y un presente incierto de ruina y desolación”.
La vigencia de su imaginario cobra importancia a cien años de su natalicio por el legado de su obra y el carácter universal de su figura, y aunque su producción es escasa en páginas, su trabajo es rico y fructífero, al mismo tiempo preciso y fino, de giros agudos y concisos que nos acerca a su poderosa e hipnotizante expresión de fatalismo, claustrofobia y miedo en el que el uso de la ambigüedad como recurso la convierten en indispensable para entender el cuento del siglo pasado y el presente.
Amante de los gatos, seres que transcurren entre lo fantástico y lo mítico, Amparo Dávila se negó a pertenecer a algún movimiento en el mundo de las letras, se negó a ser encasillada por los estudiosos de la narrativa de género; lo vivencial, la memoria, el sentimiento, son la base de su escritura, como relata en su misma hoja de vida, al señalar que no cree en la literatura hecha a base de la inteligencia pura o la sola imaginación, “yo creo en la literatura vivencial, ya que esto, la vivencia, es lo que comunica a la obra la clara sensación de lo conocido, de lo ya vivido, la que hace que la obra perdure en la memoria y en el sentimiento, lo cual constituye su más exacta belleza y su fuerza interior”.
El mundo interior y las evocaciones que nos regala esta zacatecana, es de una grandeza excepcional que no solo debemos celebrar sino difundir para que su obra llegue a las nuevas generaciones que hoy conviven con una realidad que asfixia y que no puede, no podemos después de todo, renunciar a esa dicotomía entre la muerte y el amor, tal y como lo hizo María Amparo Dávila Robledo, quien convivió estrechamente con la muerte, el miedo y ese amor que a todos salva, “hablo siempre de la muerte que fue una presencia constante durante muchos años de mi vida y sigue siendo una incógnita inexplicable, angustiosa y terrible que no logro entender, y hablo también del amor, lo mejor que la vida puede dar y me ha dado”.
A cien años del natalicio de Amparo Dávila (21 de febrero), celebremos leyendo sus cuentos que nos inspiran, que nos esperan, con modestia y en cierto silencio para ser descubiertos para abrir el universo de lo fantástico a todos sus lectores.