Estamos a días del inicio de las campañas electorales. Todo el país se pintará de colores con la propaganda que se pegará y pintará en muros, espectaculares y automóviles. Los medios de comunicación –en general– llenarán sus espacios con las noticias de lo que los candidatos ofrecen en sus discursos, algunos más convincentes que otros y en los que miles, tal vez millones, creen ciegamente.
No tengo idea de cuántos ciudadanos en edad de votar estén informados –realmente– sobre las plataformas electorales, es decir, qué es lo que propone cada candidato –no importa por qué cargo compita–, si es posible lograrlo, sus alcances o consecuencias… si tengan una idea de qué tipo de personas es cada contendiente, quiénes están atrás de ellos, qué compromisos políticos llevan a cuestas para llegar a donde quieren estar, de dónde toman el dinero que gastan para recorrer sus territorios chicos o extensos, etc…
El ciudadano común, ese que no lee, que no investiga, que trabaja hasta el cansancio para satisfacer sus necesidades básicas y que pasa su tiempo libre viendo telenovelas o pasando de una red social a otra, no entiende de políticas públicas, de cómo es que funcionan las instituciones, de dónde se obtiene el dinero para pagar al profesor que le da clases a su hijo; vive al margen de la vida política del país aunque ésta lo afecte directamente cuando recortan presupuestos para educación, salud o seguridad.
La mayoría –no todos, pues hay gente muy bien informada y preparada– sólo a fuerza de marketing sabe cómo se llama el gobernante de su municipio o estado, ignora que existen regidores y su función, que tiene un diputado que lo representa y ni idea tienen de su nombre; esa mayoría ha perdido la fe en las elecciones, está desilusionada por tantos rumores que da por ciertos sean positivos o negativos, pero sobre todo por tantas promesas incumplidas.
Esa mayoría entiende que hay un buen gobierno cuando hay oportunidades de empleo, salarios competitivos que alcancen para algo más que sobrevivir sin tener que contar hasta los últimos pesos al fondo del monedero, que haya suficiente medicamento en los estantes de los servicios de salud y que los políticos, convertidos en gobernantes, diputados, senadores o regidores no olviden que llegaron a sus puestos para servir a la Nación, no a servirse a manos llenas de su riqueza abusando del poder que alcanzan.
No hay nada nuevo en esta contienda: los que gobiernan actualmente hacen exactamente lo mismo que hacían los que derrotaron en el pasado y a quienes critican tanto; con más o menos descaro usan las mismas estrategias, los mismos engaños, las mismas mañas… lo único nuevo, si acaso, es que habrá una real lucha por el poder. Una parte, con todo el aparato del Estado hará todo lo posible por no perder el sitio de privilegio en el que está y los opositores sacarán fuerza y recursos de donde puedan para recuperarlo.
Unos apuestan al clientelismo repartiendo dinero de mil maneras, pero ya no tienen más que eso, pues ya no tienen tiempo de enmendar lo que hicieron mal o dejaron de hacer; otros a la falta de compromiso, a la poca seriedad y falta de miras política y diplomacia.
La inseguridad, los muertos, los desaparecidos y los escándalos por recursos de dudosa procedencia serán tema toral en los discursos de, si no todos los candidatos, sí de los que desean llegar a Palacio Nacional.
En estas elecciones, la diferencia la haremos los electores, evitemos que esa mayoría sea el botín de un bando u otro para beneficio sólo de la clase política. Reflexionemos a quién daremos nuestro voto y si nadie nos convence, de todas maneras hagamos efectivo ese derecho, no dejemos que la abstinencia decida, es mejor un voto nulo que uno sin ejercer.
Es una bendición que en México podamos elegir quién nos gobierna, no todos los países en el mundo pueden hacerlo con libertad de conocimiento y de acción; no debemos desaprovechar ese derecho, a pesar de los desengaños, desilusiones y decepciones.