Luna Nueva: Costumbres

He oído que la ajetreada vida citadina nos desconecta de lo hermoso de la vida, que los que vivimos en la ciudad no nos detenemos a ver el cielo para saber si habrá cambio de clima o lloverá, ni escuchamos el canto de los pájaros al amanecer porque llevamos demasiada prisa para no llegar tarde al trabajo, donde permanecemos horas encerrados, generalmente, entre cuatro paredes y –los últimos años– con la vista fija a un monitor.

Y estoy de acuerdo. Esa desconexión nos ha llevado mucho más allá que perdernos el canto matutino de los pájaros –para eso está YouTube, dirán algunos–, nos llevó en picada a un estado de desconexión entre humanos.

Salvo al círculo cercano de cada quien, pocas veces saludamos a las personas que nos topamos de frente, ¿para qué?, si no lo conocemos, menos prestarles ayuda en situaciones tan comunes en nuestros días como ayudar a empujar un auto averiado o a levantar un bolso que se le tiró a alguien.

La desconexión se ha convertido en desconfianza sobre todo en estos tiempos en los que prevalece la inseguridad –la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU) del INEGI, correspondiente al primer trimestre de 2025, revela que el 61.9% de la población adulta en México considera insegura su ciudad–.

Por miedo, la mayoría ya no ayuda a nadie a pesar de que en muchas ocasiones pudiéramos hacerlo…

Felizmente no en todas partes existe esa cerrazón a la convivencia humana. En un pequeño poblado, de apenas 196 habitantes, la solidaridad, generosidad y empatía son valores que practican todos los días del año; esa costumbre no sólo es entre los habitantes, que muchos tienen lazos familiares, sino también con visitantes de un día o más tiempo.

Allí, no se le niega el saludo a nadie y si hay que ayudar a alguien, se le ayuda y ya, claro, hay ayudas pactadas por un pago de por medio, pero eso es otra cosa.

Ese lugar se llama Tenango, la tierra de mi madre…

El poblado no es ajeno a los problemas de inseguridad ni a la migración ni a la sequía… pero la gente conserva una calidez que hace que cualquiera se sienta a gusto entre ellos.

Igual se reúnen todos para una boda que para un velorio y sepelio; en el segundo caso la solidaridad es tan evidente que conmueve en un mundo corrompido por el desamor y la desconfianza.

Apenas doblan las campanas de la pequeña capilla para anunciar el fallecimiento de alguien, cuando todos hacen suyo el dolor de los deudos y no sólo de palabra, pues desde ese momento todos saben qué hacer.

No hay una organización previa, nadie dirige, nadie pide nada, nadie dice yo no puedo y nadie rechaza la ayuda.

Desde el anuncio del deceso de alguien, la ayuda va cayendo a cuentagotas, pero constante; unos van a ayudar directamente a la familia en desgracia, otros se ofrecen a ir o venir al pueblo para llevar a los familiares a hacer algún trámite.

En casa de los deudos, donde nadie tiene cabeza para cocinar, barrer o atender a “las visitas”, llegan de todas las casas guisos, leche, pan, café caliente, té, tortillas, galletas, fruta…

Como casi todos son católicos, durante el velorio cantan alabanzas y rezan a una sola voz el tiempo que dure el duelo.

En la ciudad, por muy pequeña que sea, las costumbres son totalmente diferentes: ni nos conectamos ni sabemos convivir porque desconfiamos de todo y de todos y no en pocas ocasiones, no falta quien trate de sacar ventaja aún del más fregado, bueno, la mala semilla existe en todos lados, no sólo en las urbes.

No se trata de exponer la integridad física ni mental, ni perder piso en aras de un bello pero irreal mundo de convivencia, hay que ser prudentes, porque verdaderamente uno no sabe con quién habla, pero nada nos cuesta con sonreír a quienes se cruzan en nuestro camino, quien sabe, pero tal vez ese pequeño gesto le hace el día a alguien que necesita un poco de compasión.

¿Qué necesidad de ir mentando progenitoras mientras conducimos, llevar cara de pocos amigos e ir regando nuestra amargura y miseria por donde caminamos?

A los citadinos se nos ha hecho costumbre ir a la defensiva y esconder nuestro lado más amable para algún momento mejor, al que tal vez no lleguemos.

No vayamos más lejos, en una colonia, fraccionamiento o zona habitacional, por muy pequeña que sea, no nos saludamos ni nos ayudamos ni cooperamos con la consciencia de que todo es para el bien común.

Intentamos copiar todo de los extranjeros, la forma de vestir, de hablar, de escribir, de portarse porque los creemos más “civilizados”, con más “clase” o educación que nosotros y no está mal copiar lo que sea para nuestro bien, pero ¿por qué no se nos hace también costumbre imitar la práctica de los valores de la gente de campo? Esa que se levanta oyendo el canto de los pájaros, los mugidos de las vacas y respira aire limpio. Todo es costumbre… observen y verán que así es.