Es impresionante la cantidad de información que hoy en día recibimos en poco tiempo; nuestros padres, esos hombres y mujeres que crecieron escuchando la radio y luego viendo televisión a blanco y negro, jamás imaginaron que sus hijos y nietos tendrían al mundo en sus manos en un aparato tan pequeño que se puede llevar en el bolsillo.
Mi padre me cuenta que antes de 1968, en su casa sólo había radio y que él, para ver los Juegos Olímpicos de México 68, compró ese año una televisión a blanco y negro. Cuando llegó muy contento con el aparato, recibió tremenda reprimenda de su padre.
Mi abuelo, un hombre que creció entre el fragor de la Revolución, y que para entonces ya rayaba los 70 y tantos años, estaba seguro de que no era legal tener en casa, sólo para su familia, un aparato de esa naturaleza.
Casi obliga a mi padre a regresar la televisión, porque “los de Comisiones –equivalentes a la hoy Policía Ministerial– vendrán por ti, si se dan cuenta de que aquí tenemos ese aparato, y… ¿qué necesidad?”.
Mi padre, con ayuda de su único hermano, mi tío Manuel, convencieron al viejo de que no era delito tener una televisión en casa y disfrutar viendo los programas de entonces. Los jóvenes “echaron montón al padre” y el televisor se quedó en casa.
De esa forma, mi abuelo, Don Lucio Bañuelos Morales, vivió lo que creyó era casi mágico al ver, casi como si estuviera en el lugar de los hechos, la clausura de los Juegos Olímpicos; todo un acontecimiento nacional.
Han pasado ya 57 años desde que la modernidad llegó a mi familia con esa caja cuadrada, pesada y con botones que se debían manipular directamente del aparato, nada de controles a distancia… ¿qué diría Don Lucio si viera que mi Alex ve películas completas, noticieros y escucha música en un diminuto aparato?
¿Cuál hubiera sido la reacción de mi abuelo al saber que en su futuro –nuestro presente– en México, casi en todas las casas habría al menos un televisor?, porque hay casas donde hay una pantalla en cada habitación y entre más grande, mejor, y a color, de alta resolución y alta calidad de sonido, a las que basta con hablarles para que cambie de canal, de serie o de video… en la que se puede jugar, oír música y comunicarse.
Hasta 2024, según la Encuesta Nacional Sobre Disponibilidad y Uso de Tecnologías de la Información en los Hogares (ENDUTIH) del INEGI, 90.2% de hogares mexicanos disponía de televisor, lo que equivale a ¡35.3 millones de hogares!
La misma encuesta informa que en mismo año había en el país 98.6 millones de personas usuarias de teléfono celular: 6.9 millones más que en 2021, y todas a partir de ¡los 6 años de edad!
Esa población, la de 6 años y más, usuaria de teléfono celular, pasó de 78.3 a 81.7 por ciento. Lo que representa un incremento de 3.4 puntos porcentuales entre 2021 y 2024. Sólo usuarios de internet hay 100.2 millones de personas en territorio nacional, lo que equivale a 83.1% de la población a partir ¡de 6 años de edad!
Y ahora, lo que para mi abuelo resultó una rebeldía juvenil de mi padre ha pasado a ser algo tan común en nuestros días que le restamos importancia y no nos sorprende nada… que vamos por la vida saturados de información de todo tipo, verdadera y falsa, de todo el mundo, en el momento en que ocurren los hechos o recreaciones del pasado…
Tanta información que nos estresa, nos preocupa y nos roba la tranquilidad del momento.
Ahora el desafío con mi padre –un hombre mayor que ya no tiene en las piernas la agilidad y destreza que tuvo a los 20–, es hacer que pierda el miedo y la desconfianza para usar las aplicaciones para al menos pagar los servicios básicos de la casa –que incluyen internet y cable–, mientras mis hijos –y él mismo– reniegan porque “no hay nada que ver en la tele”, a pesar de tener decenas, tal vez miles de opciones entre televisión de paga e internet.
Ante este panorama me pregunto: ¿Cuál será el desafío que enfrentarán mis hijos cuando yo sea rebasada por la modernidad?
