Luna Nueva: Mi abuelo

Este 1 de enero mi abuelo cumplió 107 años. Llega a esa edad saludable –hasta donde es posible tras más de un siglo de vida–, de buen humor y honrando su alma musiquera: rascando las gruesas cuerdas del tololoche.

En su juventud, cuentan, fue comerciante, vaquero, ganadero, agricultor, bracero, músico, pero sobre todo muy alegre y como en las películas de charros mexicanos, parrandero, pendenciero y ojoalegre, aunque de lo último casi no se habla…

Desertó del párvulo –una suerte de jardín de niños o preescolar–, según contaba mi bisabuela que vivió 100 años, porque la profesora lo maltrataba y en esos años no se aplicaban los derechos humanos ni los de los niños, razón por la que jamás quiso regresar a un aula, así que creció analfabeta, pero con mucha labia para el comercio, hacer amistades y enamorar… él mismo me contó que cuando se robó –a lomo de caballo de un rancho a otro– a mi abuela, tenía otras tres novias, era pues, un casanova.

Nació en el México postrevolucionario, en 1918, cuando “los robavacas” asolaban la región; María Reveles, su madre, entonces de 16 años, lo parió en la soledad de su cuarto de adobe, techado de bóveda fabricada a base de barro, madera y hierbas y sostenido con redondas vigas de madera.

Ella fue un alma libre y valiente que desafió los paradigmas de su tiempo y decidió ser madre, pero no ser de “ningún jijodiún” a pesar del castigo de su padre y hermano; dio vida también a dos mujeres. Nombró a su primogénito Pablo, quien creció a la sombra de su abuelo y tío, quienes lo educaron acorde a la cultura y tradiciones de la época: un hombre para ser atendido por mujeres.

Quienes lo conocieron de joven –ya quedan muy pocos– cuentan que fue un hombre hábil para los negocios, razón por la que gozó de cierta libertad financiera y en su casa siempre hubo alimento, aún en “el hambre del 57”, tuvo el privilegio de disfrutar de la vida a su modo; cuentan que cuando lo veían llegar a Villanueva, los músicos se escondían porque él tenía la costumbre de llevárselos a su rancho y encerrarlos en el salón ejidal hasta por dos o tres días seguidos.

Desde su nacimiento burló a la muerte de más de una forma: nació sin atención médica, vaya ni siquiera con la asistencia de una partera, sobrevivió los primeros meses de su vida bajo la cama de su madre cuando la gripa española era una amenaza real, aunque tal vez lejana para su entorno; más tarde esquivó también las epidemias de gripe aviar, de influenza y la más reciente de COVID-19 y ha evadido las balas perdidas de la violencia actual que han pasado muy cerca de su casa.

Ha visto desencarnar a su abuelo, madre, esposa, sus hermanas, su amado tío Juan, tres nietos y una infinidad de amigos y parientes lejanos, pero se mantiene firme. Hasta los 90 y tantos todavía montaba a caballo y cuando se lo quitaron para evitar fatales accidentes, se subió al burro manadero que quedaba en su corral, al que también se llevaron porque aprovechaba cualquier descuido para ensillarlo para irse al monte.

Además del cabello blanco, la piel curtida por el sol y las cicatrices de tantas vidas en su corazón, tiene una bala cerca del pulmón que le entró en un pleito de juventud y que se empeña en tener como alojamiento el maltratado cuerpo del viejo; tiene también una costilla fracturada a consecuencia de una caída del caballo, una pierna –creo que la derecha–, reconstruida con barras metálicas debido a que fue arrollado por un camioneta y tiene reconstruida la cadera, que se fracturó hace pocos años cuando se cayó de la cama, sin embargo el hombre camina y, a pesar de la sordera casi total del lado derecho, baila, despacito, cada vez que hay bailes en el rancho y no se queda sin ir a la feria del “Señor Tadeo” –así llama a San Judas Tadeo–, el 28 de octubre.

El viejo tiene unas ganas de vivir que ya quisieran muchos de nuestros jóvenes que viven atrapados tras la pantalla de un teléfono, aunque su cuerpo ya no responda con el ímpetu de antaño a sus ganas de ir y venir. Es dueño de una lucidez temeraria que incluye habilidades matemáticas envidiables, pues hace operaciones aritméticas básicas sin necesidad de lápiz ni papel, menos de calculadoras modernas.

Ya camina lento y permanece en silencio por mucho tiempo tal vez recordando cuando trabajó como extra en las películas de Antonio Aguilar en Tayahua, la exquisita comida de mi abuela o sus correrías de juventud… tal vez porque prefiere rezar o leer deletreando los libros de oraciones que hace poco empezó a atesorar o porque es tan viejo que la gente de ahora no lo entiende.

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